Kósquires

Vacaciones, en la Quinta de Doña Cipolla

Fernando Rusquellas

Había gran revuelo en la casa grande de la calle Florida, junto a la joyería.

Todos se habían despertado ansiosos y levantado muy tempranito.

Pedro, acompañado de los niños salió al patio del fondo y como acostumbraba hacerlo a diario, se acercó al alambrado que daba al tambo vecino para recibir la jarra con leche recién ordeñada, todavía tibia y espumosa.

Pedro se apuró a fregar con su pañuelo cinco bigotes blancos.

Guida, mientras cosía los últimos botones de una prenda de verano, daba precisas indicaciones a la servidumbre.

Pedro ordenó sus papeles y los guardó cuidadosamente en el portafolios para no olvidar ninguno.

Los chicos de la casa estaban excitados, reían, jugueteaban y se peleaban. Todo al mismo tiempo.

Hasta Camiló ladraba de contento y movía su larga cola; corría desorientado en medio tanto desacostumbrado movimiento y desorden.

Por todas partes había bolsos con ropa de cama y otros con dos o tres mudas para los niños.

Era tanto lo que Guida pretendía llevar al campo que a primera vista parecía imposible que pudiera caber en alguna parte. Sin embargo, las cosas cupieron, abigarradamente apretadas dentro de tres grandes valijas de cuero que misteriosamente habían aparecido sobre el techo del ropero.

Cuando todo pareció estar listo para el viaje, Pedro tomó una de las valijas y dio la orden al criado de cargar las otras dos.

Guida, dio las indicaciones de último momento a las mucamas y encomendó a Fernando, el mayor de sus siete hijos, el cuidado de Dinorah que había cumplido su primer año apenas tres meses antes.

Yo los esperaba en la vereda frente al negocio cuidando de no ser visto ni llamar la atención.

Caminé tras ellos sin que advirtieran mi presencia ni la de mis Kósquires que me seguían saltando a mi alrededor.

Tuve la impresión de participar de un extraño safari: Guida llevaba una canasta con comida para los niños, Pedro, cargado con una valija llevaba en la otra mano su portafolios, el mucamo arrastrando las otras dos, las dos mucamas controlando a cinco de los siete niños, Fernando con la Nena en brazos y un poco mas atrás, Camiló, que trataba infructuosamente de cazar a los Kósquires que corrían como enloquecidos entre los pies de los transeúntes por fortuna ajenos a sus movimientos.

Manteniendo esa formación caminamos las cuatro cuadras que nos separaban de la Avenida de Mayo.

Las valijas descansaban ahora sobre la vereda mientras los viajeros, parados en grupo, esperábamos impacientes.

De pronto apareció a lo lejos y a contraluz la enorme silueta oscura del vehículo. El ruido del artefacto asustó a los Kósquires que se zambulleron entre mis ropas asomando apenas los hocicos desde los bolsillos, entre los botones del saco y hasta por los puños de las mangas.

Pedro hizo señas al moderno tranvía eléctrico para que se detuviera. En el frente, bajo el vidrio parabrisas colgaba un cartel con un gran número «2» y la leyenda «Plaza de Mayo – Liniers». El guarda, que como todos los guardas había llegado de Galicia poco tiempo atrás, ayudó a Guida y a Stasia, la más joven y rubia de las mucamas, a subir los dos escalones hasta la plataforma trasera. Al tiempo que les tendía la mano las apuraba:

– ¡Arriba, sheñoras! ¡Rapiditu, rapiditu que salimus…!

El mucamo, la otra mucama y Camiló quedaron en tierra mirándonos partir. Ellos regresarían a la casa para mantenerla ordenada y limpia durante la ausencia de Guida. Pedro volvería al día siguiente para abrir el negocio y atender a los clientes.

Inquietos en sus asientos, los más chicos estaban atentos a todo lo que sucedía a su alrededor: la canción de los engranajes al acelerar y al frenar, el tin tin de la campanilla con que el guarda ordenaba al conductor frenar o arrancar, o cuando por la ventana posterior re ubicaba el «troley» salido de lugar manipulando un largo cordel. Les llamaron la atención los rápidos movimientos de las manos del «motorman» y las complicadas maniobras cuando bajando el vidrio frontal giraba con una gruesa palanca la curva de la vía para cambiar de dirección.

Todo era objeto de admiración y risas.

Stasia hacía toda clase de comentarios con su vocesita destemplada y esa graciosa pronunciación lituana plagada de ocurrencias y palabras incomprensibles.

– ¡Argentiño! – decía – ¡todo un mismo pallabro: llabio, diabllo, dlliario!…¡todo mismo pallabro!

Más tranquilos, los Kósquires miraban el paisaje cambiando de una ventanilla a otra sin ton ni son. Por fortuna, ni el guarda ni los demás pasajeros repararon en ellos ni descubrieron mi presencia, ya que no teníamos pasaje.

Una cuadra más adelante pudimos ver la plaza de Flores. Pedro hizo un gesto al guarda y éste dio dos tirones a la cuerdita, ¡Tin, tin!

Sosteniéndonos como pudimos nos agolpamos en la plataforma delantera. Cuando comprobó que no faltaba nadie y estaban todas las valijas, Pedro cerró cuidadosamente las puertas corredizas y quedamos separados del compartimento de los asientos.

El conductor giró las manivelas.

El tranvía bajó la velocidad hasta detenerse totalmente.

Ahora no estaba el mucamo para acarrear los bultos así que Pedro cargó con dos de las valijas y Stasia, que a penas podía con ella, con la otra. Fernando llevaba a la Nena dormida, acunada por el traqueteo monótono, Tina fue la encargada de llevar el portafolios mientras Guida transportaba los recipientes de la comida para el primer almuerzo.

Caminamos hacia el sur siguiendo los pasos decididos de Pedro.

La calle no tenía ningún pavimento. Salían hacia derecha e izquierda caminitos de tierra de aspecto misterioso y mis Kósquires no se privaron de entrar en todos y cada uno.

Mientras yo trataba de no perder de vista al grupo familiar llegamos a la quinta de Doña Cipolla.

Doña Cipolla era una robusta italiana que chapurreaba un cocoliche casi a los gritos. Su comida era abundante y sabrosa.

Al día siguiente todos se sintieron como en su casa, salvo Pedro que ya desde muy temprano se había afeitado y vestido: impoluta camisa blanca de cuello duro y traje oscuro para tomar puntualmente su puesto en la joyería.

Él debía dar el ejemplo.

Guida, por su parte, pudo descansar de las preocupaciones por la limpieza y administración del caserón de la Calle Florida.

La chacrita era muy extensa y se podía correr, revolcarse en el pasto y gozar del sol y del aire puro.

La verdura se cosechaba de la propia quinta y la leche era de las dos cabritas.

Los chicos y los Kósquires gozaron del placer de retirar los huevos todavía tibios de bajo las gallinas y, como les enseñó la pícara Stasia, saborearlos chupando directamente el contenido por un agugerito en la cáscara. Guida lo reprobaba enérgicamente. Ella misma, de pequeña, había contraído una peligrosa infección intestinal con esa práctica poco higiénica.

Los días felices pasaron sin darse cuenta.

Las vacaciones terminaron y hubo que volver a casa, a la ciudad, al ritmo cotidiano.

Durante el viaje de vuelta hicieron planes para las vacaciones del año próximo en Flores pero nunca regresaron a la quinta de Doña Cipolla.

La Avenida de mayo, las cuatro cuadras por Florida, la puerta de entrada a la casa junto a la joyería. Todas las cosas les parecieron menos grandes y las distancias más cortas.

Todos estaban tostados por el sol y con los cachetes colorados por el aire del campo, menos Guida, que siempre cubierta no permitió a la naturaleza salvaje modificar en lo más mínimo la láctea blancura de su piel.

Cuando entraron a la casa Camiló se abalanzó sobre los niños a lambetazos.

Yo, aprovechando la confusión, me escabullí disimuladamente cuidando de no dejar abandonado en medio de la ciudad y en aquel tiempo a ninguno de mis Kósquires.


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Comments

  1. MUY BELLO
    GRACIAS FER..


    JAVIER
    octubre 6th, 2012
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