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Romeo, En Riesgo de Vida

Fernando Rusquellas

Llovía insistentemente sobre Buenos Aires.

Como todas las mañanas, Romeo pasó un largo rato ante el espejo recortando su bigote hasta dejarlo convertido en una casi imperceptible fila de pelos alineados sobre su labio superior.

Como todas las mañanas bebió, se diría que tragó el desayuno que mamá Adalgissa le tenía preparado.

Juntó sus libros, sus cuadernos y los papeles que la noche anterior preparó para la clase.

Se despidió de Adalgissa y de Tía Assunta con sendos cariñosos acercamientos de su pómulo al de ellas. Pensaba que el contacto labial de un beso es algo desagradable y anti higiénico.

También, como todas las mañanas, esperó pacientemente al «2», el tranvía que lo llevaría hasta Plaza de Mayo desde donde caminaría hasta la Facultad de Ciencias Exactas en la Manzana de las Luces.

Y como todas las mañanas trepó al tranvía sosteniendo como pudo libros y papeles y pagó su boleto al guarda.

Abrió la puerta corrediza, pasó al interior del coche, se sacó el sobretodo y tomó asiento en la parte delantera para estar cerca de la salida cuando llegara a destino.

Repasando algún tema de clase se distrajo y recién se percató de haber llegado cuando el tranvía giraba ya frente al Cabildo.

Cerró de un golpe el libro que leía.

Con el sobretodo apenas colgando del brazo, se levantó casi corriendo, abrió la puerta corrediza de la plataforma delantera y sin demasiadas precauciones se largó a la calle mojada.

Resbaló.

Sintió el golpe en la cara, el sonido seco de su cráneo golpeando contra el cordón granítico de la vereda.

Los caballos de la ambulancia llegaron resoplando a la guardia del Clínicas.

Elena, la hermana menor de Romeo, revisaba tranquilamente una fórmula leucocitaria de rutina en el laboratorio del Hospital de Clinicas.

– ¡Dotora Elena! ¡Dotora Elena! – Dijo Andrea, la nueva enfermera, con voz estentórea, casi gritando. – ¡Dicen que el del accidente es su hermano de usted!

El estado del paciente era desesperante.

Hacía muy poco tiempo que con documentación falsificada, Andrea había llegado de Galicia; traía con ella a sus sobrinos, los tres niños que la hermana adoptiva dejara a su cuidado cuando, después de enviudar decidió emigrar a América.

Al enterarse de su pronto arribo, la hermana le había conseguido un puesto de enfermera en el Hospital de Clínicas, donde trabajaba..

Mientras Andrea preparaba la cama rezando en gallego vaya a saber que plegarias, Elena se comunicaba con Fernando, su novio, en busca de un apoyo más terrenal.

Elena y Fernando ya eran docentes en la Facultad de Medicina y también lo era Ivanisevich, eminente neurólogo al que pidieron consejo.

¡No había tiempo que perder!

¡En pocos minutos la hemorragia dentro de la caja craneana dañaría irremediablemente el cerebro de Romeo!

La decidida firma de Elena autorizó al neurólogo para realizar inmediatamente una arriesgada intervención.

¡Trepanación!

Dos certeras perforaciones en el parietal izquierdo dejarían drenar la sangre que presionaba el cerebro.

No fue una intervención de rutina.

Era imposible saber si la presión había hecho ya estragos en el tejido nervioso.

Sólo quedaba esperar.

Elena y Fernando se turnaron de día y de noche para estar al lado de Romeo mientras duró el interminable post-operatorio.

Andrea, tratando de pasar desapercibida, buscaba cualquier pretexto para acercarse a su primer paciente de riesgo recién operado, enterarse de su estado y asegurarse que no le faltara nada.

Todo el Hospital estaba al tanto de la gravedad del paciente.

El doctor Carrillo no dejó ni un sólo día de verlo, controlar su evolución y practicarle personalmente las curaciones de rigor.

Los detractores del joven cirujano corrieron la voz del fracaso de la operación y del inminente fallecimiento.

Llegada la noche, un vendedor de la Cochería Marquitto, de riguroso traje negro, interceptó a Elena cuando salía de la sala para ofrecerle a buen precio un valioso ataúd y un servicio de calidad.

Elena se puso furiosa.

Estaba indignada.

Venciendo su habitual timidez informó inmediatamente al Director del hecho indigno. Les valió a los buitres de la cochería ser definitivamente expulsados del ámbito del Hospital.

Andrea se alegró. Esa clase de gente le daba miedo. Y tenía razón al temerles.

Esa noche, Fernando llegó algo retrasado para acompañar a Romeo y al entrar a la sala vio una escena que le pareció macabra. El cura de la capilla estaba inclinado sobre el pobre Romeo, que apenas recuperaba la conciencia, cubriéndolo casi con los pliegues negros de la sotana, le mostraba insistentemente un crucifijo junto a la cara ordenándole:

– ¡Repita conmigo…! ¡Repita conmigo…!

A pesar de los esfuerzos de Tía Assunta por tornarlo creyente, Romeo era tan agnóstico como Adalgissa. Su futuro cuñado conocía esta situación y tomó la decisión de hacer respetar las ideas del indefenso paciente.

Fernando no pronunció ni una sola palabra.

No emitió ningún sonido.

Tomó al tétrico personaje por el cuello, lo arrastró hasta la puerta de la sala y lo arrojó rodando al pasillo.

Romeo le agradeció con la mirada y tranquilizado, cerró los ojos y durmió plácidamente.

Andrea se asustó mucho al ver al Representante del Señor en la Tierra desparramada su humanidad por el suelo, debatiéndose enredado entre tanto trapo negro.

Muy a pesar suyo recordó a su cuñado, allá en Galicia, cuando junto a su cómplice se adueñaron del monte de olivos.

También a pesar suyo ayudó al religioso a levantarse de aquella vergonzosa situación.

Y se volvió a alegrar.

Fernando, sentado en el banquito giratorio junto a la cama, iluminado sólo por la luz mortecina de un velador, se entretuvo dibujando con su lápiz un perfil del cura, mezclándolo entre los renglones del plan de clase para la siguiente mañana en la Facultad.

Después de asegurarse que no la necesitarían, Andrea se retiró al dormitorio en la casa de las monjas.

Le costó conciliar el sueño. No lograba evitar que rondara sus pensamientos la proposición de Joaquín, el muy joven dependiente de la panadería.

– No es posible, es demasiado joven para mí – pensaba, mientras se esforzaba inútilmente por borrar de su mente la imagen del muchacho.

Hacía poco que Joaquín había llegado de Galicia. Era alto y bien parecido. Los ojos renegridos de mirada intensa volvían a presentarse repetidamente hasta que la rubia enfermera quedó atrapada por el sueño.

Pasaron varios días. Fernando y Elena se turnaban en la vigilia.

El paciente comenzó a respirar pausadamente.

El cirujano le permitió ingerir alimentos sólidos y Romeo recuperó poco a poco la memoria. Recordó a su madre despidiéndose, la lluvia, el tranvía, los alumnos, el tema de la clase, su distracción, el resbalón en la calle mojada y el sonoro golpe en los adoquines del cordón.

Andrea estaba feliz. Su paciente, alto y buen mozo, casi tanto como Joaquín, mejoraba día a día. La muerte había sido vencida gracias a sus oraciones fervientes y tal vez, hasta con la colaboración de los médicos.

En la cocina Joaquín volvió a la carga. Esta vez decidido a todo.

– Si no te casas conmigo ¡me mato!

La pequeña y rubia enfermera, ante tamaña declaración de amor, no dudó en dar el sí en presencia de todo el cuerpo médico del Clínicas.

El neurocirujano dio el alta definitiva a Romeo que con su cabeza envuelta en vendas blancas pudo regresar acompañado por su hermana y Fernando a la Casa del Patio Colorado.

Adalgissa estaba temblando todavía.

Le costaba creer que todos sus temores habían quedado atrás, que todo había concluido. Se sentía enojada aún por que en el primer momento no la habían enterado de la gravedad del caso ni permitido participar de las decisiones.

Abrazó a su hijo con ternura infinita sin saber si reía o lloraba mientras Assunta intentaba disimular su emoción escondiendo las lágrimas bajo sus anteojos sin borde.

Romeo se dirigió entonces al escritorio y se enfrascó en la preparación de su próxima clase en la Escuela de Minería.

Preocupados por la vida de Romeo, nadie en la familia notó el interés, la dedicación y cuidados especiales que le prodigó Andrea.

Si todo este tiempo Romeo hubiera estado consciente habría sido el primero en saludarla, en desearle buena ventura, hasta de dedicarle algún poema en recuerdo de su casamiento con Joaquín.

Fue sólo por esa razón que Romeo no asistió al casamiento celebrado en la propia capilla del Clínicas.

Nombraron padrino a un familiar de Joaquín que como vivía en Galicia nombró a un apoderado paisano suyo, para reemplazarlo en la ceremonia.

El capellán celebró la boda.

Cuando llegó el momento pidió los anillos al que oficiaba de padrino, que buscó en el bolsillo interior del saco, en el pequeño del pañuelo. Nervioso, tanteó los laterales y luego los del pantalón.

– ¡Me cago en la Ostia Bendita! – se le escapó al recordar que los había dejado sobre la mesita de luz.

El público asistente estalló en risas y el capellán hizo oídos sordos dada la deuda y el pacto de silencio contraído con Andrea cuando lo auxilió levantándolo del piso en aquella situación vergonzosa.

Cuando los recién casados llegaron a su nuevo hogar encontraron un extraño regalo de casamiento. Era un reloj de péndulo de pared. Ostentaba en su cima una amenazante águila tallada en madera y lo acompañaba una tarjeta con la inscripción «para que te acompañe siempre y no dejes de recordarme». La firma era de un anterior pretendiente de la novia.

El reloj acompañó al matrimonio durante toda su larga vida.

 


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