Los Kósquires, Mi Primer Encuentro
Apenas transcurrieron tres meses después de cumplir los cinco años cuando debí pasar un día entero en La Facultad, en la cátedra de Higiene y Microbiología.
No. No fui un niño precoz.
Fernando y Elena dedicaron casi todo el día a sus obligaciones en la docencia o tal vez la investigación. No podían dejarme sólo en casa y por alguna razón que desconozco no hubo quién me acompañara en esa ocasión.
Para que me entretuviera durante tan largas horas pusieron a mi disposición una enorme y antigua máquina de escribir. Tenía una cinta roja y negra, era de aquellas que sólo por apretar un botón sobre el teclado escribían en uno u otro color. Las ayudantes más jóvenes se turnaban para traerme papeles escritos por una sola carilla y aprovechaban la oportunidad para hacerme preguntas y reírse de mis ocurrencias.
Estaba maravillado. Noté que pulsando las teclas en orden podía escribir algunas palabras aprendidas cuando en la cocina de casa había descifrando trabajosamente las recetas del «Libro de Doña Petrona».
Cuando me cansé de apretar teclas alguien me proveyó de de tizas de colores y nuevas cantidades de papeles para pintar.
Al medio día, bajo la mirada crítica de mi mamá, las chicas se apuraron a lavarme las manos y la cara de las huellas dejadas por las tizas de colores, las tintas y la grasa ennegrecida de la máquina de escribir.
Elena y Fernando, ahora sin el guardapolvo y vistiendo sobria ropa de calle, me llevaron para almorzar al «restaurant de Hugo».
Hugo, el mozo, era pelirrojo y su cara regordeta estaba cubierta de pecas. Yo sabía que era mi amigo pues conocía mis gustos por anticipado cuando sonriendo preguntaba:
-¿ Muzzarella in carozza? – y un momento después regresaba sonriente con un plato de tarteletas llenas de filante muzzarella caliente.
De vuelta en La Facultad y con la panza llena llegaron las interminables horas de la tarde.
Era el momento de gastar el exceso de energías, de recorrer el enorme salón de trabajos prácticos colmado de largas mesas de azulejos y bancos de hierro. Uno a uno, me ocupé de hacer girar en uno y otro sentido los asientos redondos. Estaban pintados de blanco y con las vueltas del tornillo se hacían más altos o más bajitos.
Haciendo ruido como el de una tropilla de caballos, una multitud llenó de golpe el aula. Los alumnos se ubicaron a ambos lados de las mesas corrigiendo automáticamente la altura de los bancos.
Sentí que no debía permanecer allí.
Ese lugar se había vuelto demasiado inhóspito para mi gusto.
De vuelta a mi máquina y mis tizas de colores recibía el cariño y las compasivas miradas de las ayudantes que pasaban apuradas llevando frascos, microscopios, tubos de ensayo y cajas brillantes llenas de algodón.
De cuando en cuando Elena, mi mamá, enfundada en su guardapolvo, se detenía un instante para confortarme recordándome que faltaba poco para irnos.
Nuevamente se oyó el sonido de la tropilla, pero esta vez los pasos y las voces se alejaron y por fin se cerró la puerta de entrada.
Era tarde, por las ventanas el cielo se veía oscuro y empezaban a brillar las luces de la calle. Poco a poco el silencio invadió los pasillos, sólo se oían los golpes de los baldes y las voces de la cuadrilla de la limpieza.
Terminadas las actividades, el personal docente se retiró comentando ruidosamente los pormenores y las anécdotas del día. Necesariamente, Arideo, profesor titular de la cátedra formaba parte del grupo. De baja estatura y con un importante sobrepeso, ostentaba una tersa y temblorosa papada, que fijada por el cuello duro de la camisa se deformaba curiosamente cuando giraba la cabeza hacia uno u otro lado.
Arideo era un profesional muy querido y respetado debido a su incorruptible honestidad, capacidad docente y la importancia de sus trabajos científicos.
Una vez que se hubieron retirado los demás integrantes de la cátedra, Arideo, Fernando y Elena, parados casi en la puerta de la calle, cambiaban opiniones interminablemente.
Yo estaba rendido después de tantas emociones e impaciente por la promesa de una visita a la lechería «La Vascongada».
como premio a mi paciencia durante todo aquel día tenía la promesa de una leche malteada salpicada con copos de maíz.
Cada vez que miraba hacia arriba para ver las caras de mis padres se interponía el prominente abdomen de Arideo.
–¡Bolsa de papas! – Se me escapó.
Arideo. comprensivo, me disculpó, no sé si de muy buen grado y rápidamente dieron por termianada la conversación.
Un rato después llegaron la leche malteada y los copos de maíz a nuestra mesa de La Vascongada, acompañados de un panqueque con crema y dulce de leche.
La cuenta conmigo quedó ampliamente saldada.
El subte hasta Once y el tren después.
La ciudad fue aplanándose poco a poco y el aire que entraba por las ventanillas se tornó más limpio y fresco. Los árboles reemplazaron cada vez más edificios.
Ramos Mejía, la plaza con su fuente de cuatro chorritos, el viejo colectivo de Don Antonio. Era un Chevrolet ‘35 ò ‘36 que alguna vez había sido un lujoso coche familiar. Dos asientos plegables adosados al respaldo del delantero no lograban impedir que las rodillas de sus ocupantes tocaran las de los del asiento trasero. El habitat y los asientos estaban tapizadops en felpa verde-dorada que a esas horas de la noche daba una irresistible sensación de intimidad que sumada al ronronear del motor incitaba al sueño.
El portoncito del 469 de Martínez de Hoz, los ladridos de bienvenida de Carbón , la ansiada seguridad del nido familiar, la dulzura acogedora de las sábanas.
Cuando Fernando, como era su costumbre, se inclinó para darme el beso de las buenas noches le conté un secreto. Casi una confesión.
– Papi, cuando veníamos en el tren me hice amigo de los Kósquires.
– Ahh, que bien – Dijo mi papá.
– ¿Sabes? – Insistí – Son unos bichos que alegran las vías.
– Bueno, pero ahora tienes que dormir, mañana me cuentas…
Mi papá era ya adulto por ese entonces y había entrado en el estadio racional del pensamiento, así que supuso que su niño había pronunciado «alegran» por «arreglan» y hasta sus últimos días quedó convencido que mis Kósquires son unos bichos que arreglan las vías…
¡Qué equivocado estaba!
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