Las Preocupaciones de Nacardia – II veinte eslabones
Fernando Rusquellas
Junto a la ventana del dormitorio los gorriones saludaban al sol recién nacido trinando y revoloteando con alegría.
El Lector se levantó esa mañana con el ánimo dispuesto para la lectura. Se vistió lo más rápido que pudo, el pantalón de corderoy marrón, una camisa de mangas largas y el suéter de rombos verdes y violetas con cuello en V.
Resonaba aún en sus oídos el eco de las últimas palabras oídas al doctor Stetoscopius:
– “¡Las semillas, todas las semillas están llenas de proteínas!”… – Y otro recuerdo le hizo sonreir: – ¡Jajaja, porotinas, jaja!… – Y también recordó haberle oído: – “todas las plantas tienen proteínas, y eso sí, agua, casi siempre mucha agua”. – Bostezó largamente al tiempo que se estiraba desperezándose, tomó el libro que aún estaba sobre la mesita de luz al lado del teléfono, y sin dudar lo abrió en la página marcada con la margarita, ahora marchita, deshidratada entre las hojas del libro.
Notó que había más renglones escritos que anoche cuando dejó la lectura. Pensó con alegría que el Autor había vuelto a escribir y completado el cuento pero su felicidad no duró mucho: el nuevo texto se interrumpía abruptamente apenas unas líneas después de iniciado. Esto le hizo recordar el “¡Humm!” contrariado del Autor, ante la nueva preocupación de Nacardia: “Si yo estuviera hecha solamente de agua y porotinas de plantas…,” Le pareció oir la voz de Nacardia: “…tendría tallos, ramas, me saldrían hojitas y flores.”
– ¡Vos, otra vez por acá! – Lo sorprendió la abuela Migragna cuando encontró al Lector, a tan temprana hora de la mañana, con el libro abierto en sus manos y la mirada perdida.
– Es que… – Intentó justificarse el Lector, pero la abuela Migragna continuó sin escucharlo:
– No te imaginás muchacho, no pude pegar un ojo en toda la noche. – Y agregó, mientras asentaba la yerba en el mate con la bombilla: – Es por esta chica… mi nieta, con esas cosas que se le metieron en la cabeza… – Dió una interminable chupada al mate y en medio de un suspiro exclamó:
– ¡Nunca va a encontrar un hombre que le aguante tantas tonterías…!
El Lector, armándose de paciencia por lo que acababa de oir se disponía a discutir con la abuela Migragna, pero sucedió algo inesperado.
El Autor se presentó sin anunciarse, vestía un buen traje gris acero aunque se lo notaba algo arrugado, la corbata de anchas franjas violetas lucía mal anudada sobre el cuello desabrochado de una camisa blanca. Él también había pasado toda la noche en vela dándole vueltas y más vueltas a la mejor manera de resolver el lío en que se habían metido sus personajes, quería evitar a toda costa que lo volvieran a interrumpir durante la redacción del cuento. Sin embargo, y a pesar suyo reconoció el valor de aquella pregunta inteligente y tomó la decisión de ayudar a Nacardia. Se dirigió directamente a ella:
– Mira niña… – Dijo paternalmente – …el doctor Stetoscopius afirmó que las plantas tienen proteínas, seguramente también es correcta su explicación cuando dijo que son cadenas… pero creo que hay algo más, mucho más… Yo no debería intervenir pero… – Y con decisión poco habitual en él ordenó al Lector:
– ¡Adelante, mi amigo, haga lo que está pensando! sinceramente creo que es lo más apropiado para hallar la respuesta correcta y terminar de una vez por todas con la inquietud de Nacardia.
El Lector hizo un gesto de aprobación con la cabeza, y con todo cuidado repuso la margarita entre las páginas del libro, tras lo cual lo devolvió a su anterior ubicación sobre la mesita de luz, junto al teléfono. Sin perder un segundo montó en su bicicleta y salió velozmente de la casa.
La abuela Migragna, con el mate cebado en una mano y la pava en la otra, escuchaba a uno y al otro sin atinar a sorber de la bombilla.
A las pocas cuadras se detuvo el Lector justo en frente de una puerta blanca. En la chapa de bronce muy lustrada se podía leer:
DOCTORA BURETTA
BIOQUÍMICA
Recostó la bicicleta contra la pared y entró.
Una muy jóven empleada de guardapolvo celeste, semioculta tras un escritorio abarrotado de papeles, teléfonos y diversos frascos con líquidos sospechosamente amarillos, llenaba fichas de diferentes colores.
– ¿Trajiste la receta? – Preguntó automáticamente.
– No, no, quiero hablar con la Doctora Buretta… es algo personal… – Contestó El Lector con cierta timidez.
– Ahh… entiendo, aguardá un momento, ya le digo. – Abrió una puerta de amplios cristales opalinos, la cerró tras de sí y se la oyó decir:
-Doctora, un muchacho… por …“algo personal…” – Y recalcó “algo personal”. – Pasá, por favor, la doctora te espera. – Dijo amable y sonriente la empleada mientras cerraba la puerta de cristales opalinos.
La Doctora Buretta llevaba puesto un amplio guardapolvo blanco tal vez demasiado grande para ella, era baja, algo regordeta, con desordenados cabellos grices que le caían sobre la frente. Llevaba puestos anteojos de gruesos crstales y marco azabache.
– ¿Cuántos días de atraso tiene…, es tu novia o…? – Preguntó sin mirarlo al tiempo que agitaba un frasco del que emanaba un olor apestoso.
– ¡No, Noo! No es eso doctora… Es que… – Interrumpió El Lector muy confundido.
– ¡Ahh… bué!… ¿Dónde lo anduviste metiendo? Termino esto y te tomo la muestra… mientras andá desabrochándote… – Ordenó con frialdad profesional mientras volcaba parte del contenido maloliente del frasco en un tubo de fondo cónico – …¿Mucha secreción?
– No… no es eso doctora, es sólo una pregunta…, sobre proteínas… es por un libro… un libro de cuentos peroo… – Trató de explicar el Lector tras haber perdido toda esperanza de recibir alguna explicación por parte de la doctora Buretta a quien notaba demasiado seria, demasiado ocupada para atender algo tan trivial como lo suyo.
– ¿En serio es por eso? ¡Me cuesta creerlo, querido…es que cuando llega un jóven y pide hablar de“algo personal”…! – Y lo abrazó casi maternalmente, sin que por eso soltara ninguno de los dos recipientes, el frasco maloliente en la mano izquierda y el tubo, también maloliente, en la derecha.
– Es para saber… – Arriesgó el Lector conteniendo la respiración. – … si como dicen, mi cuerpo está hecho de proteinas y yo me alimento con proteinas de las plantas… ¿Cómo es que si estoy hecho con proteinas de plantas no me salen hojas y… bueno, no parezco una planta?
La Doctora Buretta se quedó pensando, colocó el tubo de fondo cónico en un aparato extraño, cerró una pesada tapa, lo puso en marcha y aquel aparato comenzó a emitir un zumbido insoportable. Pero ella ni se inmutó, se sacó el guante de látex de la mano con que había sostenido el tubo, pasó su mano abierta por la cabeza, con los dedos separados como peinando un mechón de pelo que inmediatamente volvió a caer sobre la frente tal como estaba, y dijo pensativa y muy lentamente:
– No sé si sabes, las proteínas están formadas por cadenas, cadenas de eslabones… sólo que los eslabones de las proteinas no son todos iguales como en las cadenas que conoces… son por lo menos veinte clases de eslabones diferentes…
El Lector, con una mezcla de descreimiento y admiración exclamó:
– ¡Uy qué lío,… veinte eslabones diferentes!…
La Doctora Buretta se detuvo como para darle forma a su pensamiento y prosiguió:
– Las veinte clases de eslabones se alternan, se combinan de tal manera que cada proteina tiene una secuencia que le es propia y característica… algunas tienen las veinte clases de eslabones diferentes y otras sólo algunos… – Y agregó – No hay dos proteíanas iguales…
– ¿Pero qué tiene que ver eso con que a mí no me salgan hojitas verdes? – Insistió ansioso el Lector imaginando la pregunta que habría hecho Nacardia.
– ¡No seas impaciente!… – Dijo riendo la Doctora Buretta – …es cierto que es un poco complicado, pero ya verás, para mí es muy divertido lo que pasa. – Con un movimiento casi automático de su mano apagó el aparato que paulatinamente fue dejando de zumbar hasta detenerse por completo.
Un silencio tranquilizador invadió el lugar.
– Cuando comes una planta o una parte de una planta,… – Continuó la doctora Buretta. – …tu estómago y tu intestino se encargan de desarmar las cadenas de todas las proteinas que comiste, separando los eslabones uno a uno, hasta el último.
– Entonces… – Razonó El Lector asombrado por lo que estaba oyendo… – …entonces las proteínas vegetales que comí desaparecen y en cambio me quedan un montón de eslabones sueltos…
– ¡Exactamente!… – Aprobó complacida la Doctora Buretta, orgullosa de su explicación, y prosiguió: – …ahora, con ese montón de eslabones sueltos estás en condiciones de armar tus propias proteínas… los mismos eslabones pero en otro orden, el de tu propio cuerpo, diferente del de la planta que habías comido…
El Lector salió corriendo, casi sin saludar trepó a la bicilceta que seguía apoyada en la pared junto a la puerta tal como la había dejado al llegar, y cuando estaba apunto de arrancar oyó la voz de la Doctora Buretta que desde la puerta y casi gritando le dijo:
– Antes que te vayas quiero decirte algo: el Autor me prohibió darte más detalles, dijo que le complicaría el argumento… pero yo creo cumplir con mi oligación,… – Y con el índice de la mano derecha en alto sentenció: – Los eslabones, sí, esos veinte eslabones diferentes se llaman “aminoácidos”… los veinte eslabones son veinte aminoácidos diferentes… – y entró decidida al Laboratorio al tiempo que insistía en peinar con la mano abierta el mechón de pelo gris, que naturalmente volvió a caer sobre la frente tal como estaba.
Al Lector no le daban los pedales para llegar sin pérdidas de tiempo a la casa, donde de vaqueros y campera de abrigo, sentada en el umbral Nacardia miraba sin ver cómo la gente iba de aquí para allá sin sospechar siquiera los complicados pensamientos que desfilaban por su cabeza.
– ¡ Escuchá esto, Nacardia…! – Entró a los gritos, ansioso, casi sin aliento el Lector mientras dejaba su bicicleta acostada en la vereda, junto al pie del árbol. – …resulta que… – Y con lujo de detalles le relató su experiencia en el laboratorio de la doctora Buretta.
– Entonces… – Dijo pensativa Nacardia después de oir el relato del Lector – …¿Yo desarmo las porotinas de las plantas y con las piezas que me quedan armo las mías?… ¡está bueno eso…!
– Eso de “desarmar” y “armar”… – Se oyó la voz del doctor Stetoscopius, que no quería dejar de tener la última palabra.
– …¡Desarmar, desarmar…la palabra correcta es digerir, las proteías se digieren. Tampoco eso de armar como las mías… se trata de asimilar… sintetrizar nuevas proteínas similares a las propias…
– Bueeeno… – Concedió Nacardia. – …entonces yo digiero las porotinas de las plantas y asimilo cuando hago mis propias porotinas con los aminoácidos que le saqué a la planta…
– ¡Proteínas! – Se le oyó protestar por lo bajo al Autor, interrumpido por la voz quejosa de la abuela Migragna que llegó arrastrando las pantuflas:
– ¡Loca, igual que el viejo Otario Cabrón! ¿Es que todavía están con esas pavadas?
– ¡El cuento, por fin podremos saber como sigue el cuento!… – Exclamó El Lector abriendo el libro en la página marcada con la margarita. – …¿Eh… Autor?
– Ahora que lo pienso me queda una duda… – Dijo Nacardia arrugando la frente. – …Creo que ya entendí de qué estoy hecha, pero…entonces, ¿Cómo hace mi cuerpo para moverse…?
– Ni lo piensen, empieza de nuevo con las dudas y las preocupaciones, ya me tiene cansado… – Dijo malhumorado el Autor y salió por el foro.
Nacardia, cansada y molesta con el Autor, decidió zambullirse en su cama para dormir y olvidar sus preocupaciones.
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«Las Preocupaciones de Nacardia III – algo más que dulce»
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