Las Difuntas o La Hora Pegajosa
Paula Rusquellas
¡Ha muerto el arte!, ¡Ha muerto el arte!- el pobre canillita no sabía a lo que se exponía al gritar el titular de primera plana. Parado en la esquina, acodado en un buzón, la cabeza hundida en el capuchón del buzo gastado, voceaba el titular con la misma entonación con que con que unos días antes había anunciado un terremoto y algún otro día el resultado del campeonato mundial de pié-pelota. Era antes de la mañana, después de la noche, la hora pegajosa, esa hora indefinida en que no se puede uno volver a dormir y mucho menos debe, cuando la luz es opaca, densa…cuando la luz todavía no es luz y cualquier verdad puede ser cierta.
Un taxista-poeta que se acercaba lentamente al cordón para comprarle el periódico del día, al oir el segundo pregón soltó el volante, abrió la puerta del auto y se arrojó sobre la pila de diarios con lágrimas de desesperación en los ojos.
El pobre chico no llegó a sorprenderse siquiera cuando desde un balcón desvencijado de una casa tomada, un pintor sin pijama empezó a exprimir pomos azules, pardos, carmines encendidos, embadurnando a más de un transeúnte indiferente en su afán por cubrir los titulares que anunciaban semejante pérdida. ¿Para que describir las escenas desgarradoras que se desarrollaron en todas las esquinas y quioscos? Músicos y actores enmudecieron estruendosamente; bailarines, cineastas, escultores, fotógrafos se vendaron el alma herida con sus propios cabellos arrancados en la falta irremediable de inspiración. Despedidas llenas de dolor y nostalgia, honra a tiempos pasados, suicidios en masa, en fin, un desastre.
El dolor sólo fue superado cuando otra escena similar se desarrolló un tiempo después: ¡Ha muerto la ciencia! se enlutaba la portada del diario; esta vez el canillita no se atrevió a decir nada, y por si acaso se parapetó tras una columna de alumbrado, de todos modos, al rato, antes de amanecer, físicos-barrenderos hicieron hogueras con sus escobillones y calculadoras solares, médicos mozos se ahorcaron con sus estetoscopios y servilletas manchadas de tuco, farmacéuticos-paseaperros se dejaron arrastrar por calles adoquinadas…
Se había agotado la tinta negra cuando quisieron enlutarse los historiadores y los arqueólogos, fueron veladas juntas la Historia y las ideologías, hasta la Justicia expresó su dolor luciendo bombacha negra. Negras las banderas, negras las camisetas, las calles negras de procesiones, de velos, de corbatas,…Negra, silenciosa, caliente de hogueras de pinceles rotos, de violines inmolados, de libros descuartizados, de microscopios ciegos…de humo, la ciudad parecía no querer terminar de anochecer ni de amanecer nunca. Quedó detenida en la fatal hora de los pregones.
De un momento a otro los periodistas quedaron mudos y tras un instante de sorpresa se miraron unos a otros y comprendieron que ya no había noticias: la verdad había fenecido… Algunos intentaron lloriquear, sólo se oyó un sonido monótono, como un gemido de agonía interminable, duró días y días completando el ambiente de infierno barato.
Pero alguien no lloraba ni se lamentaba alimentando fuegos sin esperanzas… alguien dudaba en la penumbra. La Filosofía dijo: ¿No será que nadie ha muerto, que simplemente todos se han transformado? En ese caso, si yo no me transformo junto con ellas, yo seré quien desaparezca.
La disolución de la Verdad llevó a la duda y la duda a la certeza. La Filosofía reafirmó su existencia pensándose a sí misma.
Pronto el canillita volvió a su esquina, el taxista-poeta a su auto, el químico-lustrabotas a su sillita de paja y los diarios siguieron publicando en su primera plana los resultados de los partidos de pié-pelota y los peloteadores leyéndolos ajenos a la columna de difuntos y renacidos.
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