La Siesta
Paula Rusquellas
¡Hoy se almuerza en la casa de los abuelos!, cantan Leopoldina y Anaristo desde la vereda.
Asomando la cabeza por la ventana Olario, el perrito pecoso, ladra sin parar. Para Olario estar contento es dar vueltas. Vueltas alrededor de los papás, de los abuelos, de las sillas, de la mesa, hasta que ¡Paf! Pisa el mantel y la fuente con todos los tallarines se le cae encima.
– ‘¡Ya no hay tallarines para el almuerzo! – Se lamenta la abuela Falda.
– !Con lo rica que estaba la salsa! – Comenta el abuelo Clavelino.
– Que el almuerzo sea todo postre. – Propone Fidedigna.
Los papás se van y Olario los acompaña hasta el portón, sin ladrar, ocupado con los fideos que le quedan en la cabeza.
El abuelo Clavelino tira miguitas de pan en el vaso de la tía Fidedigna, mientras ella está ocupada sacándole las semillas a una banana.
La abuela se hace la distraída y le roba del plato del abuelo los bocados con más dulce de leche. Los nietos se mueren de risa, y se amenazan con las cáscaras de mandarina.
Después de almorzar el abuelo se va al patio a sacudir las miguitas del mantel para los pajaritos, se sienta en un sillón a mirarlos comer y se queda dormido al sol.
Fidedigna, la hermana del abuelo, se va a mirar la novela sentadita en la cama mientras teje bufandas sin mirar las agujas.
La abuela Falda lava los platos entre bostezos. Se despereza, se saca los zapatos de taco torcido, se acuesta de costado y ronca con ruido a serrucho.
En la casa todo queda quieto y hay que esperar hasta la hora de la leche a que todos se levanten y mamá y papá los vengan a buscar.
Leopoldina y Anaristo no duermen la siesta. ¡Es aburridísimo! No se puede mirar la tele, ni correr por el patio, ni cantar fuerte, ni jugar con la pelota, ni con las ollas, ni saltar en las camas.
Los chicos, resoplando de costado aplastan las narices y los cachetes contra los vidrios de las ventanas. Leopoldina cuenta las hormigas que hacen fila para comerse las plantitas que Fidedigna cuida. Como un avión en picada, le llega una idea a la cabeza: ¡podría jugar a la jardinera!
– Y ¿qué hacen los jardineros? – Se pregunta mirando fijamente las florcitas. – ¡Riegan con regadera! Y ¡Cortan con tijeritas! – Saltando en un pie, sale corriendo a buscar una regadera. Busca en el comedor, busca en la cocina, busca en la biblioteca…y como no encuentra ninguna, busca debajo de la cama y ¡encuentra la pelela!… Ya que la encuentra llena de pis…se cuida muy bien de que todas las plantitas queden bien mojadas.
Anaristo se aburre mucho rellenando de hojas secas las rejillas del patio. No sabe por qué, la abuela le protesta cada vez que lo hace y le cuenta el trabajo que les cuesta a los abuelos: en cuatro patas toda la tarde pescando hojita por hojita. A él le parece que sería redivertido.
Se queda escuchando con atención los ronquidos que suenan en la casa. El de la abuela, parece un serrucho. El de Fidedigna una moto que se aleja. El del abuelo, la pava cuando hierve el agua y sale humito por el pico.
Eso de estar en silencio se hace muy aburrido.
Olario, tan aburrido como los chicos se despereza y se rasca la panza.
Anaristo ata un hueso con un piolín largo y lo mueve despacito delante del hocico del perrito. Olario se pone bizco y trata de atraparlo. Pronto Anaristo se aburre… y Olario también.
Leopoldina sigue jugando a la jardinera. Anaristo protesta pateando el piso y rezongando bajito.
– ¡Estoy aburrido!
– ¡Yo estoy requetedivertida! – Contesta Leopoldina, vaciando la última gota de la pelela en la margarita más grande.
– ¿A qué jugás? – Pregunta el hermanito, abriendo mucho los ojos – ¿Puedo jugar con vos?
– Juego a la jardinera, ¿dale que vos eras mi ayudante?
– ¿Los jardineros hacen pis en las macetas? – Pregunta Anaristo bajándose los pantalones.
– ¡No, nene, los jardineros juegan con las plantas!
Él sabe donde hay unas plantas sin tierra que seguramente van a quedar muy lindas en el jardín. Sale corriendo hacia la cocina. Vuelve al jardín con los bolsillos llenos de ajíes, perejiles y lechugas. Con una cuchara grande va haciendo los pocitos y plantando las verduras en fila. Con un tenedor acomoda la tierra que sobra.
– ¿Dale que cosechábamos fruta de los árboles? – Dice entusiasmada Leopoldina y sale corriendo a buscar bananas y mandarinas.
Con lanas de colores cuelgan las manzanas y las mandarinas de los tronquitos de las azaleas y ensartan las bananas y las uvas en las espinas de los cactus. En la rama más alta florece un largo piolín con un hueso y un perrito orejudo.
El sol ya da de costado en las baldosas del patio, las hormigas descubrieron las lechugas y las investigan apuradas. Las moscas van llegando a las frutas.
En el patio Anaristo se aburre.
En la cocina Leopoldina hace gestos de silencio con el dedito delante de la boca.
– ¡Esta farmacia está toda desordenada, señor farmacéutico!, vamos a tener que ordenar bien lo que hay en cada frasquito para hacer bien los remedios -. La abuela tiene toda la cocina llena de frascos y frasquitos, latas y paquetitos todo con sus cartelitos. Los dos chicos se ponen a cambiar el de la harina por el del café, el de los porotos por el de la polenta, el de la yerba por el de las arvejas, el de la canela por el de la pimienta. Pasan el azúcar al salero y la sal a la azucarera.
– Cuando los abuelos se despierten y quieran endulzar el té les va a quedar salado. – Dice Leopoldina frunciendo la nariz.
– Si, que asco. – Dice Anaristo entusiasmado – ¿Qué más podemos cambiar?
– No se, no se. – Se queda pensando Leopoldina con el frasco del orégano en una mano y el del azúcar negro en la otra.
– ¡Ya sé! – Grita despacito Anaristo, entre un ronquido de moto que se aleja y uno de serrucho. – Podemos cambiar los zapatos.
– ¿Eso te parece divertido? – Dice ella limpiando con la lengua la tapa del azúcar negro.
Cuando el timbre suena, los dormilones quieren salir a ver quien es y se encuentran en el patio medio dormidos achicando los ojitos tras los anteojos.
La abuela Falda tiene una pantufla de conejito de Leopoldina en la que sólo le entran los deditos y la otra de Fidedigna llena de moñitos, el abuelo Clavelino tiene el otro conejito y una alpargata bigotuda, Fidedigna tiene puesto un zapato de taco alto que no le pudieron sacar y una bota de lluvia.
Olario les gruñe muy enojado a los conejitos porque está celoso y se sienta en el zapato de Fidedigna.
Ya no es hora de seguir durmiendo la siesta, los papás llegaron hablando en voz alta y se van todos a la cocina entre bostezos. Los chicos van con los demás a la cocina siguiendo el olorcito de las medialunas que la mamá trajo en la cartera. Olario da vueltas con la lengua afuera. La abuela prepara el mate cocido, Fidedigna el té, el abuelo la leche para él y los nietos.
Con una medialuna en la mano todos se sirven de la azucarera y revuelven ruidosamente sus tazas.
– En mis tiempos el té no era tan salado. – Rezonga Fidedigna.
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