La Pala
Fernando Rusquellas
La Pala I
Recientemente afilada, la pala se hundía en la tierra casi con alegría, podría decirse que con lujuria. Una y otra vez extraía de la profundidad del suelo una masa negra y fértil para exponerla al aire y a la violenta luz de un sol quemante.
Aunque joven aún la gente del pueblo lo llamaba Don Giovanni, se había levantado temprano, muy temprano, cuando los primeros reflejos de la aurora dibujaban apenas el perfil de los brotes más altos de los pastizales esparcidos aquí y allá, como desafiando al viento. Rabolargo corría ladrando a su alrededor, husmeaba en las irregularidades del suelo persiguiendo inútilmente a las lagartijas que se escurrían en las grietas como burlándose de su empeño.
Habían pasado ocho largas horas desde entonces y el espacio recientemente labrado se veía ahora como una precisa figura geométrica implantada como por encanto en aquel suelo despiadado. Un conocido ronroneo en el estómago alertó al joven Don Giovanni, miró el reloj que guardaba envuelto en un pañuelo, protejido como un tesoro en el bolsillo pequeño de la camisa. Con un certero movimiento de muñeca plantó firmemente la pala en la tierra, frotó una con otra las manos enrojecidas, sacudió el polvo de sus ropas y se dispuso a regresar al cobertizo perseguido con entusiasmo irrefrenable por Rabolargo. Un tronco oficiaba de silla y un cajón de frutas hacía las veces de mesa. Del bolso de lona descolorida surgieron al instante el voluminoso emparedado preparado la noche anterior, algunas frutas maduras y un apetitoso bocado para su perro.
Una vez que el runrun de sus entrañas se hubo calmado, lo venció una dulce e inevitable somnolencia. Dobló en dos el bolso vacío a modo de almohada, se recostó a la sombra sobre el pasto seco y se dejó dominar por un sueño dulce y profundo. Rabolargo describió cuatro o cinco vueltas en redondo y se acurrucó a su lado.
La carroza, tirada por los mejores seis caballos del reino se detuvo con majestuosa elegancia. Dos lacayos de uniforme dorado se apresuraron a abrir la pequeña portezuela y ayudar al conde Giovanni de Palarota a tomar asiento junto a su prometida, la atractiva duquesa Marietta de Colatrás. Una indicación apenas perceptible bastó para que el cochero hiciera sonar su látigo y comenzara un viaje de inspección por las extensas propiedades del conde. Recorríeron amplios territorios sembrados donde podían distinguirse a los labriegos con sus azadas, la cintura doblada sobre los zurcos. Ante la mirada complacida de la joven duquesa de Colatrás desfilaron operarios fornidos cargando pesadas bolsas de trigo sobre sus hombros para los molinos del conde, barracas donde algunas mujeres con la cabeza cubierta por blancos pañuelos amasaban el pan para la nobleza que, si algo sobraba permitía a los campesinos llevarlo a sus familiares. Arrebujado en su asiento, posada tímidamente su mano sobre la falda espumosa y perfumada de su prometida, el apuesto conde sintió un raro placer cuando, por la ventanilla de la carroza le pareció identificar una perfecta figura geométrica de tierra negra recientemente labrada. En uno de los vértices una pala, clavada en el suelo como por encanto, lucía abandonada.
Un incidente inesperado interrumpió su embelezo cuando la anciana dama de compañía de la condesa, que vigilaba desde el asiento enfrentado al de ellos, descubrió la mano del conde sobre la falda de Marietta. La mujer lanzó un aullido salvaje y se abalanzó sobre él. Giovanni pudo sentir el peso de aquel cuerpo rollizo, el aliento cálido, húmedo y maloliente de la vieja sobre la cara y percibir el tacto desagradable de unos pelos duros como alambres que brotaban de una verruga espantosa en la comisura de aquellos labios nauseabundos…
Rabolargo, aburrido de esperar, lamía una y otra vez la cara don Giovanni que luchaba por despertar de su siesta improvisada. Se desperezó y al incorporarse miró con orgullo el nuevo alambrado que cercaba la tierra que ahora, por fin era suya.
La Pala II
Rosalba Simpala era de estatura pequeña, su pronunciada delgadez, el cabello lacio y renegrido sujetado apenas por una bandita elástica le daba una apariencia de frágil austeridad. Habían pasado varios minutos desde que se cumpliera el horario de oficina pero nunca se retiraba sin haber limpiado su escritorio y dejado los papeles en orden. Rosalba vivía sola en un discreto, antiguo departamento de un segundo piso al que se podía llegar en ascensor pero ella prefería subir pisando uno a uno los escalones de mármol desgastados por el uso.
Las aceras demasiado angostas, el tránsito intenso, los bocinasos, el humo que hacía el aire irrespirable aumentaban su ansiedad por llegar de una buena vez, descalzarse y sentir en sus plantas la tibia suavidad de la alfombra. Caminaba cada vez más rápido, sin mirar a los costados, esquivando las miradas de la gente que como ella se dirigía a su casa después de un día de trabajo. Una baldosa desnivelada la hizo tropezar, trastabillar y detenerse por un instante justo frente a la vidriera mal iluminada de una de esas pequeñas, atiborradas ferreterías de barrio donde un cepillo de carpintero convive con una sopera de loza inglesa decorada y una empolvada motosierra duerme desde hace años sobre una cafetera italiana que nadie se detuvo a comprar. Algo que allí había llamó su atención y una fuerza irresistible la indujo a entrar al negocio:
– ¡Esa, esa pala, esa que está ahí! – Dijo sin saludar siquiera, como dándole una orden al empleado que dormitaba tras el mostrador. Señalaba una pala cubierta de polvo cuyo filo se destacaba del resto por su brillo metálico.
– ¿La… la pala… está segura? – Preguntó incrédulo el empleado mientras terminaba de desperezarse haciendo sonar los huesos de las manos.
– Sí, esa que está allí, la pala. – Contestó Rosalba algo molesta. El hombre desenredó lentamente los cables de una aspiradora que junto a los de una soldadora eléctrica aprisionaban el mango de la pala. Cuando quedó liberada dejó de soportar algunas cajas de tuercas y tornillos de diverso paso que se desparramaron por el suelo. De mala gana el vendedor los arrastró con el pie bajo la cajonera y con el dorso de la mano derecha desplazó hacia un costado del mostrador un rollo de hilo de albañil, cuatro bisagras de bronce, enchufes de diverso formato y hasta una vieja radio de transistores que no dejaba de emitir con sonido a lata vacía un incomprensible y monótono relato de fútbol. A Rosalba le costaba comprender tanta lentitud, tanta ineficacia y cambiaba de un pié a otro, se mordía los labios y suspiraba con impaciencia, pero faltaba poco y pudo aguantar las ganas de gritar. El hombre tomó su tiempo para extender unos diarios sobre el mostrador, colocar la pala sobre ellos y envolver con toda prolijidad la parte metálica dejando el mango de madera sin envolver. Ató el envoltorio con interminables vueltas de piolín que aseguró por fin con una inexplicable secuela de nudos. Rosalba preguntó el precio, pagó con todo el cambio de que disponía, saludó con un movimiento de cabeza y se lanzó, pala en mano, a la vereda llena de gente.
Los escalones de mármol le parecieron esta vez interminables.
Entró al departamento.
Se descalzó y recibió con indiferencia las caricias de la alfombra.
Ansiosa, se sentó al borde de la cama con su compra reciente atravesada sobre las rodillas. Hizo numerosos intentos desesperados para desatar los nudos. La operación terminó en tijeras y el papel arrancado a fuerza de tirones.¡Por fin la pala estaba en casa! Limpió el polvo con una franela y la ubicó con todo cuidado parada junto al ropero.
Vestida tal como había llegado de la calle y mientras mordizqueaba unas almendras tostadas que habían quedado en el platito sobre la mesita de luz desde la mañana, cuando salió muy apurada para la oficina. Se recostó cubriéndose con la manta celeste, y reclinada en la almohada se enderezó ligeramente para observar cómo lucía desde allí su reciente adquisición. Así las cosas sintió cómo la invadía una dulce e inevitable somnolencia.
Tres acompasados golpecitos en la puerta la sobresaltaron.
– ¡Doctora! – Una familiar voz femenina llamaba suavemente.
– ¡El mbajador!…¡el embajador ha llegado…!
– El SEÑOR Embajador… – Corrigió la Dra. Simpala con autoridad, aunque sin abandonar un cierto aire maternal – … dile que ya bajo…- Frente al gran espejo de la alcoba comprobó que su elegancia estaba en todo acorde con la ocasión. Bajó despaciosamente las escaleras de mármol blanco. Su figura, iluminada por los mil reflejos de la enorme araña de caireles, lucía magnífica. Se sorprendió al notar que el Embajador era mucho mas bajo que ella, y con un movimiento imperceptible dejó caer sus zapatos de taco antes de pisar los últimos escalones. Al notar su presencia el Embajador, inclinándose para besar su mano, se apuró a presentarse.
-”No sé para qué se inclina, mas bien debería ponerse en punta de pie…”– Pensó ella saludándolo con una sonrisa encantadoramente burlona.
– Si su excelencia me acompaña le mostraré en primer lugar las oficinas… – Los espejos cristalinos de los ascensores reflejaron con insolencia la figura diminuta del Embajador junto a la elegancia de la Dra. Simpala. Amplios corredores iluminados los condujeron al soberbio despacho destinado al Presidente de la Empresa, a los lujosos aunque algo mas sencillos de los Directores de área, a las sobrias oficinas de los Secretarios y al enorme y moderno Centro de Cómputo. El Embajador estaba deslumbrado, no tanto por la magnificencia de las instalaciones sino por la personalidad subyugante de la Dra. Rosalba Simpala, que divertida, simulaba no darse cuenta de ello.
Por último invitó al Embajador a visitar los aposentos interiores correspondientes a la vivienda para el Presidente: la recepción, la biblioteca con el majestuoso escritorio de estilo inglés en el centro, los baños revestidos en exquisita cerámica importada de oriente, las habitaciones para los huéspedes, y por fin el dormitorio principal donde, en un inexplicable arranque de sensualidad se recostó provocativa sobre la cama entre la espuma de las sábanas de ceda. El Embajador, fingiendo interés por la insólita presencia de una pala en la alcoba de una dama comenzó a desabrochar el cinturón con disimulo. Notó Rosalba que apenas una ligera sábana de hilo cubría su cuerpo desnudo de la mirada ansiosa del Embajador. El corazón de Rosalba latió con fuerza y un grito casi sin voz salió de su garganta. Abrió los ojos desmesuradamente.
La pala junto al ropero parecía algo más brillante.
Bajo la manta celeste, escondida aún en la mano derecha, una almendra tostada aguardaba el siguiente mordisco.
La Pala III
Un hilo tenso delimitaba con precisión el territorio elegido por los arqueólogos para ser estudiado minuciosamente. El sol del desierto quemaba sin misericordia la otrora blanca tez de los investigadores.
El permanente ulular del viento era el único sonido de fondo para los escasos intercambios de palabras entre los integrantes del grupo. Agachados, en cuclillas o sentados sobre sus talones removían con paciencia, casi de a uno los granos de arena que cubrían las desconocidas, preciosas piezas, valiosos testigos de la actividad humana en épocas inmemoriales.
La fase inicial, en que era posible y necesario la utilización de una pala, había quedado atrás. Era tiempo ya de ligeras espátulas y pinceles. Lentamente aparecieron los primeros indicios de aquella civilización confirmando que era ese el lugar adecuado para iniciar la investigación.
A pocos metros del lugar, el viejo “guerrero” parecía aguardar en silencio, ansioso de que le dieran arranque para iniciar el regreso al campamento. Una lona verde, o que alguna vez lo había sido, atada a la caja por uno de sus bordes palpitaba sacudiéndose al ritmo del viento. Bajo la lona, se amontonaban viandas, herramientas y bolsos con pertrechos protegidos del sol. Junto a los bultos, montoncitos de arena arrastrada por el viento, amontonándose, iniciaban diminutos medanos que crecían a medida que pasaban las horas.
Apoyada en la gruesa cubierta de la rueda delantera, reluciente el acero y lustrosa aún la madera del mango por el persistente roce de las manos, la pala parecía descansar de la ardua labor durante el primer tiempo de la excavación.
Casi sin anunciarlo, el sol se acercó rápidamente a la línea del horizonte y el cielo, luego de un leve intervalo rojo, se oscureció dejando al descubierto una maravillosa multitud de estrellas. La temperatura descendió violentamente contrastando con el insoportable calor de las horas diurnas.
Los científicos y sus ayudantes treparon al camión casi sin intercambiar palabras y envueltos en sus gruesos abrigos, apretados unos con los otros, vencidos por el cansancio y arrullados por el runrun del motor se dejaron invadir por una dulce e inevitable somnolencia.
Entre las precarias ataduras de cuerda con los ganchos de la carrocería penetraba punzante el aire helado del desierto.
Una extraña luminosidad invadió el habitáculo haciendo que el filo de la pala brillara por sobre los demás elementos amontonados al fondo, junto a la cabina y hasta bajo las tablas de los asientos. Imprevistamente una nube de polvo anunció la llegada de un nutrido grupo jinetes acercándose a todo galope. Cuando estuvieron suficientemente cerca pudo verse que precedía la partida un magnífico carro de guerra tirado por cuatro corceles ricamente enjaezados. Al mando del carro, el que por su soberbia parecía ser el capitán al frente de la partida, lucía elegantes vestiduras blancas, casco y gruesos brazales de oro.
A una orden del capitán varios hombres fuertemente armados abordaron el habitáculo trasero del camión, donde ajenos a los hechos dormitaban los integrantes de la misión científica. Amenazándolos con sus filosas espadas obligaron a bajar a tierra a los viajeros que sorprendidos y azorados obedecieron sin oponer resistencia. Resistir hubiera resultado fatal para ellos.
Mientras los soldados maniataban a los prisioneros, el conductor del camión, que agazapado en la cabina no había sido visto por los asaltantes, tomó una valiente aunque arriesgada decisión: empuñó con sigilo la palanca de cambios, puso la marcha atrás, y aceleró a fondo. En medio de una apestosa nube de humo negro que despidió por el caño de escape, la enorme mole del “Guerrero” retrocedió violentamente y atropelló de cola al endeble carro de guerra que desapareció hecho añicos bajo sus ruedas.
Despavorido, el general corrió a refugiarse tras los medanos abandonando a sus hombres a su suerte. La soldadesca huyó entonces en todas direcciones esfumándose como por encanto.
Libres de sus ataduras, los caballos escaparon a todo galope relinchando alegremente.
Semidormidos aún, hambrientos y entumecidos por el viaje, los expedicionarios descendieron uno a uno del guerrero y atraídos por el aroma se fueron acercando al humeante caldero donde los encargados del rancho preparaban la cena.
Arrumbada junto a las demás herramientas, la pala reflejaba como propia la pálida luz de la luna.
La Pala por Fernando Rusquellas se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.