Kósquires

Fernando y Familia, Emigrantes

Fernando Rusquellas

Había sido un día como todos los demás.

Terminamos de cenar. Mi mamá, mi papá, mi hermanito y yo, permanecíamos sentados alrededor de la mesa.

Conversábamos.

Por alguna razón que no recuerdo pregunté si Pedro, mi abuelo paterno, había nacido en nuestro país o si era español. Como era su costumbre, entusiasmándose, mi papá comenzó a narrar meticulosamente cuanto sabía de esa para mí misteriosa historia familiar.

En eso estábamos cuando me encontré en un pueblo extraño, desconocido, acompañado solamente por varios de mis Kósquires que sorprendidos también husmeaban por todos los rincones.

Hasta el aire era diferente.

Las calles, increíblemente angostas y la calzada de adoquines redondeados se extendía hasta las paredes mismas de las casas. En los vanos de las ventanas se notaba un considerable grosor de las paredes, pintadas rústicamente a la cal. En casi todos los alféizares había macetas de distintos tamaños con malvones y claveles de colores brillantes.

Atropellándose entre ellos, los Kósquires se dirigieron decididamente a una determinada casa, que por otra parte no parecía diferenciarse demasiado de las demás. Sin pensarlo mucho, instintivamente, seguí sus pasos.

Casa Rusquellas en Gerona

Recién llegado al cielo de los recuerdos creí pasar desapercibido en aquella casona. La puerta, como si alguien nos hubiera estado esperando, estaba entreabierta. Entré sigilosamente. Era evidente la prolijidad y la limpieza con que sus habitantes trataban de disimular las dificultades económicas que los agobiaban.

Fernando, sentado frente a la mesa parecía meditar mientras, cabizbajo, revisaba unos papeles. Cuentas a pagar, seguramente. Me pareció de escasa estatura, llevaba el cabello algo largo ligeramente ondulado; con la mirada fija en el infinito, peinaba distraídamente su bigote, como acariciándolo. Cuando estuve al alcance de su mirada triste, casi perdida, me habló sin sorprenderse, como si yo hubiera estado allí desde siempre. Su castellano era correcto aunque la pronunciación inconfundiblemente catalana.

Con el magro sueldo de maestro, Fernando apenas lograba alimentar a su familia compuesta por él y sus dos hijos, Teresa, y Pedro, más la hermana menor de su esposa que había quedado a su cargo luego de fallecida aquella. Con un hilo de voz me confesó que, deprimido por la pérdida irreparable pasaba sus horas escribiendo largos poemas como para sublimar sus pesares en aquellos versos a veces remilgados, a veces exultantes según llorara sus desdichas o elogiara la dedicación con que su joven cuñada cuidaba de sus hijos y de él mismo.

La situación se hacía cada vez más insostenible.

Hablaba como en un sueño.

Después de mucho cavilar, Fernando cambió radicalmente su actitud. Se puso de pié, se atizó el bigote y tomó la decisión que cambiaría el rumbo de su vida, la de sus hijos y… la mía, por supuesto. Seguiría los pasos de Conradina, la hermana mayor, que había viajado con su única hija y la evidente decisión de no regresar nunca. Con ella había llevado los muebles y la vajilla…, que habían sido del comedor de sus padres.

Sumergido en el recuerdo sus ojos almendrados se humedecieron.

Después de lanzar una larga mirada a su alrededor como para llevar impresas todas las imágenes en la retina dijo definitivamente adiós a su Cataluña natal.

América. Ni más ni menos.

El viaje en barco resultó un suplicio interminable.

Tercera clase.

Camastros.

Dormitorio compartido con personas nada amigables.

Maltrato de la tripulación.

Comida escasa o nula.

Previendo la situación, Fernando había incluido bacalao seco entre el equipaje. Sabía que sus hijos lo necesitarían para disimular el hambre y el mareo persistente. Mordiendo y masticando aquellos trozos duros, semi elásticos, diríase que malolientes se entretenían y simulaban saciar su apetito.

Para empeorar las cosas mis Kósquires, que hasta entonces se habían mantenido en silencio comenzaron a aullar insistentemente poniendo en peligro mi impunidad como polizón de los recuerdos.

Personalmente no pude probar bocado en todo el viaje.

Bacalao seco y agua. Agua y bacalao seco…y de nuevo bacalao y el mareo…

Llegó el día en que las olas se hicieron mansas y el agua se volvió parda.

Montevideo.

Pisar tierra firme pareció una bendición. Discretamente alejado no dejé de observar todo lo que pasaba aunque sin intervenir, en la medida de lo posible.

Fernando se reunió con su hermana. Teresa y Pedro se reencontraron con Mene, su prima Mercedes. Algo menor que ellos. Mene colaboraba con su madre cortando y cosiendo camisas de hombre. Las cosas no eran aquí mucho más fáciles que en la ahora tan lejana Cataluña.

Los poemas de Fernando se multiplicaban noche a noche, cargados de nostalgia, de negros pensamientos… Deprimido, de pié tras una de aquellas sobrias sillas españolas hacía girar distraídamente con sus dedos una de las columnitas de madera torneada que servían de adorno y soporte al respaldo. El tacto de las columnitas le recordó vívidamente cuando, muy pequeño, se entretenía eligiendo las descoladas para hacerlas girar con sus deditos tiernos.

Más y más poemas, inspirados unos, cursis y detestables otros, continuaron surgiendo de su pluma melancólica.

En contraste, Conradina era mujer práctica y emprendedora. Propuso a Pedro participar en el negocio de camisería de futuro promisorio. Él se ocuparía de las ventas mientras ella y Mene podrían dedicar todo su tiempo a la confección de las prendas.

No me pareció una buena idea. Desde mi posición de observador intemporal comprendí que esto trería cola.

Muy tempranito, al día siguiente, Pedro se hizo cargo de su primer trabajo. Vendería elegantes camisas de hombre mientras su tía controlaría desde la habitación contigua sin necesidad de abandonar su labor. El primer cliente resultó ser un caballero muy bien trajeado y de finos modales. Preguntó por el valor de una de las camisas que había elegido de entre varias que Pedro le había desplegado sobre la mesa del comedor que oficiaba ahora de mostrador. Recordando las precisas recomendaciones de su tía le dio un valor casi el doble del verdadero. El caballero de finos modales tomó su billetera del bolsillo interno de su chaqueta y contó los billetes hasta cubrir la suma solicitada. Cuando le extendió el dinero, el joven e inexperto vendedor retiró su mano y le dijo entrecortadamente:

– Verá, señor… en realidad el precio que le dí es muy superior al verdadero de esa camisa…, sucede que aquí las personas tienen la costumbre de pedir rebaja y… usted comprenderá… – El hombre, gratamente sorprendido, pagó lo correcto y salió del negocio con su compra bajo el brazo.

Yo sabía que esto traería cola…

– ¡Pedro! ¡Cómo has hecho semejante estupidez! – Dijo su tía muy malhumorada – ¡Los negocios son los negocios! ¡habrías podido vender a un mayor precio, pues mejor!

Esto le pareció muy mal a Pedro y decidió que los negocios no eran para él, así que su primer día de trabajo fue también el último.

A duras penas pude contener a los Kósquires que se desesperaban por echársele encima a Conradina.

Fernando estaba consternado, se sentía impotente ante la situación económica que parecía no tener solución. Sin embargo no podía disimular una incontenible sonrisa de satisfacción cuando imaginaba la expresión de contrariedad de su hermana mayor al ver cómo se esfumaba la diferencia del sobreprecio que Pedro había despreciado rechazándolo. Se sentía orgulloso por la honestidad de su hijo. Su preocupación lo llevó a pedir consejo a un viejo conocido de la familia, joyero catalán que hacía años había llegado a Montevideo e instalado su taller a pocas cuadras de allí. Cuando se enteró de la situación económica angustiosa le propuso tomar a Pedro como aprendiz en la joyería.

Aparte de alguno que otro joven en busca de precio para sus anillos de compromiso, Pedro conoció y se relacionó con comerciantes, industriales, políticos, artistas y profesionales pudientes y también con sus familiares. Fue así como entabló profunda amistad con los jóvenes Möler, hijos de un minero noruego que había hecho su fortuna explotando sus minas de turba, tal vez las más grandes del país.

No pasaron muchos años para que las habilidades de Pedro superaran a las de su maestro. El diseño de sus joyas era el preferido entre los clientes y el viejo maestro le aconsejó abrir un negocio propio en la otra orilla, en Buenos Aires, había sido su sueño desde muchos años atrás pero ya no se sentía con fuerzas.

Muy despacio y para que nadie lo notara abandoné el cielo del recuerdo arrastrando a mis Kóskires que tranquilizados, se habían quedado mansamente dormidos sobre mis pies.

Sentada todavía a la mesa y cabeceando de sueño, mi mamá se dormía escuchando la misma narración por milésima vez.

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