Ell Tallarín
Fernando Rusquellas
Aunque a ustedes les pueda parecer imposible, insólito, incomprensible y difícil de creer, puedo asegurarles que esto que les contaré sucedió en realidad.
Pues verán.
Fue durante el mes de febrero, era el mediodía de un soleado domingo del verano de… no recuerdo con precisión el año del hecho, pero es indudable que de algún año bisiesto a mediados del siglo veinte.
Como todos los medios días de los domingos de verano la familia se reunía alrededor de la mesa grande del comedor, la que podía estirarase tirando de ambos extremos para separar las dos partes y agregarle una tabla adicional en el medio. Y como todos los domingos cuando estábamos reunidos alrededor de la mesa grande del comedor llegó hasta nuestras narices, filtrándose por el aire, un inconfundible perfume desde la cocina. Y como todos los domingos, cuando aparecía ese inconfundible aroma en el aire, sabíamos que la abuela se encontraba espumando la gran olla donde se cocían los tallarines amasados apenas unas horas antes con sus propias manos. En la hornalla vecina burbujeaba en otra ollita, algo más pequeña que la de los fideos, la deliciosa salsa de misteriosa composición y fragancia.
En medio de aplausos y algarabía llegaba en las manos de la abuela la fuente de porcelana inglesa colmada de tallarines semisumergidos en aquella apetitosa salsa de intenso aroma y color. Se oyeron voces de aprobación al descorchar el vino casero del abuelo, el tintinear de vasos, y el desordenado desplazamiento de platos y cubiertos abriendo espacio para la fuente caliente. A medida que eran servidos los platos se iban acallando las voces, y con los impacientes tenedores en las manos, se producía un expectante silencio sólo interumpido por exclamaciones y anticipadas palabras de aprobación.
Por ser yo el menor de la familia me tocaba ocupar el extremo más alejado de la mesa, razón por la que mi porción era la última en servirse, justo antes de la de la abuela que dejaba la propia para el final, así que cuando logré enrollar los primeros tallarines en mi tenedor había ya casi un silencio perfecto… Precisamente fue en ese momento cuando sucedió aquello de lo que quiero hablarles…
Uno de los tallarines, el mismo que unos segundos antes había opuesto una fuerte resistencia a ser alzado por mi tenedor, pareció resbalar por accidente y se adhirió a mi mejilla pegoteándose con insospechada habilidad y firmeza. Se sacudió violentamente, como lo habría hecho un perro mojado, y logró deshacerce de la salsa que lo cubría. Mi sorpresa fue tan grande que no logré reaccionar inmediatamente, cosa que aprovechó él para reptar sigilosamente hasta mi oído donde pronunció algunas palabras incomprensibles para mí. Su voz era de un tono muy agudo y extremadamente débil de tal modo que sólo yo podía oírla. Se lo notaba agitado y su actitud hostil hacía suponer que estaba decidido a todo, sin reparar en las posibles consecuencias de su actitud. Sin darme tiempo a nada se desprendió de mi cara y saltó hasta el mantel con increíble agilidad. Mi sorpresa fue mayor cuando recapacité que se trataba de un tallarín muy jóven y sin experiencia, que recientemente había sido retirado del agua hirviente. Una vez sobre la mesa se irguió sobre sí mismo y adoptó una actitud agresiva, autoritaria, podría decirse que insolente. Con su vocesita aguda, alta, clara y valiente se dirigió a sus hermanos y compañeros arengándolos con vehemencia. Se los veía entregados, sumisos y en silencio aguardando su destino uniformemente teñidos bajo la salsa.
El idioma que utilizó era absolutamente incomprensible para mí, sin embargo, cualquiera que lo hubiera visto y oído habría tenido la misma sensación que yo. Su dicurso fue emocionante, parecía hablar sobre derechos, igualdad y libertad. – ¡Ahora o nunca! – Parecía gritar casi con deseperación al comprender el terrible, inminente desenlace.
En una rápida mirada a los platos de los demás comenzales noté que algunos pocos tallarines, como en una tímida respuesta se agitaban trémulos, y creyéndose protegidos se escondían bajo un manto de salsa.
En esos momentos me resultaba difícil atender o intervenir en las conversaciones triviales que al mismo tiempo y alegremente se desarrollaban alrededor de la mesa, mi preocupación se centraba obsesivamente en la irremediable tragedia que estaba a punto de presenciar.
Me embargaba una inexplicable sensación de impotencia, culpa y responsabilidad.
Si yo fuera capaz de reaccionar evitaría la masacre, pensé.
Estaba paralizado.
Si hubiese intentado advertirles, ninguna de las personas que me acompañaban en el almuerzo me hubiera comprendido.
Perdí absolutamente la noción del tiempo.
– No comiste nada querido…¿Te sentís bién? – Escuché la dulce voz de la abuela junto a mí mientras ví horrorizado cómo, con un repasador húmedo arrastraba de una vez y para siempre todo lo que había caído sobre la mesa.
Un estremicimiento recorrió todo mi ser al tiempo que las personas amadas se despedían alegremente, sin sospechar siquiera de su participación en tan lamentable suceso.