El Tomate de Tío Romeo
Paula Rusquellas
Dejó caer en desorden, las semillas sobre la tierra removida, junto al tronco del rosal grande las plantitas podrían sostenerse bien.
Con la palita empujó la tierra suelta y al levantarse le crujieron sonoramente las rodillas. Hacía tiempo que el cuerpo no le respondía y lamentaba tener que ocupar su pensamiento en él. –Cuando las plantitas crezcan no tendré que bajar hasta el suelo, los frutos vendrán hasta mi mano.- Pensó en voz alta.
En el espejo del comedor se reflejaba el ir y venir del péndulo del reloj. Nunca se sentaba en esas sillas de la sala, era mejor las sillita baja de paja en la cocina, ahí todo estaba tan luminoso. Los muebles del comedor se le antojaban trajes de lujo, sombreros de copa, zapatos de charol. Dentro de los armarios lustrosos, tripas de cristal, huesos de porcelana con pálidas rositas inglesas y manteles de telaraña para honrar a las visitas.
Un crujido interno, muy profundo la había obligado a sentarse de pronto. Al ver el péndulo reflejado, un pensamiento le caminó por la mente, lento tranquilo, acomodándose a tomar sol. Tal vez la cuerda se estuviera acabando y fuera momento de ser reflejo para que vieran los demás. Los engranajes de su cuerpo crujían y la memoria atrasaba un poco.
El rezongo de las bisagras del portón, coincidió con las campanadas de reloj: hora de comer. Romeo llegaba con sus herméticas historias de rocas y el discreto perfume de las hojitas de lavanda en el bolsillo del saco gris.
-¿Por qué sentada ahí, madre? ¿Te sentís mal? – Preguntó dejando el portafolios en la mesa.
-No necesito sentirme mal para sentarme en un sillón, estaba mirando el reflejo del péndulo en el espejo del aparador.
Romeo bajó su cabeza hasta la altura de su madre sentada e intentó mirar lo mismo que ella.
-Lo que veo son nuestras caras en el vidrio de la ventana cerrada – Señaló Romeo.
-Uy si y ¡Qué caras! No son verdaderamente para la foto.
-No, son para el pasaporte al manicomio!¡Tengo un ogro en el estómago! – Enfatizó tomándose el vientre con las dos manos.
-¡Vos comes cada cosa!, ni me quiero imaginar lo que serán tus almuerzos cuando andás por esos lugares buscando piedritas
-Bueno, es mi oficio: buscar.
-Podrías buscar novia, entonces,¿hasta cuando pensas que voy a estar esperándote con la comida servida?
-Voy a lavarme las manos que se me hace tarde. – Dijo Romeo escapando del tema.
-¡A todos se nos está haciendo tarde¡ – Dijo Adalgissa en un murmullo. Al levantarse su mirada pasó por el espejo, donde la imagen del péndulo se quebraba en el bisel.
La tarde se fue dulcemente por el fondo de las ollas. La noche llegó girando en el ovillo de hilo azul con el que remendaba las medias de Romeo; una salsa de tomates se concentraba en una olla del tamaño de un dedal y el olor de la lámpara de kerosene ganaba la pulseada.
-¡Que asqueroso olor a tomates! No se como podes comer eso!– Señaló Romeo frunciendo la nariz
-Y yo no se como podes romper de esta manera las medias ¿es que tenés uñas de navaja?
-Yo no tengo uñas en los talones.
-Lástima podrías ganarte la vida en un circo.
-Me gano la vida en un museo.
-Será por eso que sos tan anticuado. Cuando yo me muera podrías mudarte a una de esas vitrinas. – Añadió señalando con la tijera las piedritas y cristalitos dispersos, sobre las mesa.
-¿Qué necesidad tenés de morirte? Si así estamos bien.
-Algún día voy a tener de que morime.
-No lo hagas.
-Es la ley de la vida.
-Ignorala, desobedecés tantas otras leyes.
-Lo decís como si tu madre fuera una delincuente. – Rezongó Adalgissa fingiendo estar ofendida.
-¿De qué otra forma se explica que comas tomates?
Se acordó de las semillas que había plantado en la mañana, tendría que marcar el lugar hasta que brotaran, no fuera a suceder como con los morrones que en una distracción les dejó un balde encima una semana y se malograron todos los brotes.
-No vayas a cortar el pasto cerca de rosal blanco, hoy planté unos tomatitos.
-¡Que insistencia con los tomates! A ver si se contagia el rosal.
-¿De qué se va a contagiar?
-Comamos pronto, que después tengo que escribir un informe.
-En cuanto la salsa esté lista; andá trayendo agua fresca, yo voy a buscar unas flores para la mesa. – Dispuso Adalgissa desde el patio oscuro vibrante de grillos.
-A la mesa le da lo mismo que le regales flores, en cambio a mi ¡Unas papas me emocionarían tanto!
-No seas materialista, ya te dije: si querés conquistar a una muchacha, no le hables de papas, ni de cascotes.
Las plantitas hicieron su trabajo: crecieron, se llenaron de hojas, estiraron sus tallos acomodándose al sol, se recostaron en el tronco del rosal. Adalgissa las fue atando suavemente con lanitas de colores. Un rígido palo de escoba hacía de tutor a la planta más chiquita que había decidido salir alejada del grupo, en medio del pasto.
La vida se dejaba vivir con la comodidad que ofrecen lo muebles gastados, cuando cada cosa tiene su lugar, cada necesidad su hora, cada minuto su reflejo.
Cada noche Adalgissa desenroscaba las dos largas trenzas rosadas del rodete. Su pelo de un castaño indeciso había ido mutando en el entremezclarse de canas y desteñirse de soles. La cabeza totalmente cana quedaba enmarcada por las trenzas que esfumaban el blanco puro al rarísimo rosado de las puntas, como le pasaría al rosal rodeado de tomates, según Romeo. Las tupidas cejas también habían encanecido suavizando el gesto, pero los dulces ojos grises conservaban el nítido dibujo de las pestañas renegridas y firuleteadas. Estas comparaciones la acompañaban al conciliar el sueño: su propio retrato era lo último que veía antes de dormir mientras desanudaba las trenzas, que el crujir de falanges cada noche dificultaba más.
La foto ovalada la mostraba de joven, suave y lánguida, las manos de dedos finos desmayadas sobre la falda negra, la cabeza altiva, el torzo erguido; austera y serena.
Romeo no se le parecía en nada, robusto el cuerpo, frágil como las copas del armario del comedor y cabeza dura, empecinado, en eso si se le parecía
– ¡Se encapricha como un nene, eso es lo que pasa, es caprichoso¡, como con los tomates, ¿qué sabrá él de tomates si nunca en su vida probó uno? – Adalgissa abandonó el retrato y en camisón se dirigió al dormitorio de su hijo, lo encontró leyendo con el ceño fruncido y se dispuso a continuar una conversación que nunca habían iniciado.
-Por caprichoso estamos como estamos, si hubieras tenido a tu lado a tu padre la historia sería otra ¿o no?
-No se de que me hablás. ¡Con este frío no debieras estar fuera de la cama en esas fachas¡
-Lo único que me falta: ¡que el hijo rete a la madre! – Respondió Adalgissa meneando la cabeza.
-No, si yo no te reto es que te vas a enfermar. Mejor me lo contás mañana y ahora te vas a tu cama. – Sugirió Romeo suavizando el tono de la conversación.
-Claro, ¡me manda a la cama! Lo que vos tenés que hacer de una vez es ¡comer tomates!
-Mamá decididamente el frío te está afectando.
-Y ¡¿Ahora me tratás de loca?! Claro, cuando alguien te contradice es porque está loco. Cuando quieras acercarte a una muchacha, mejor que te tragues las palabras y solamente sonrías, que eso no te sale tan mal. – Le respondió Adalgissa, y en un murmullo:, masticando las palabras agregó: – Aunque no me imagino que chica se acercaría aun fulano ¡que ni se atreve a probar tomates!
-Te acompaño hasta tu cama y si querés te llevo un te caliente.
-Eso no estaría mal, uno de romero y ahí en la alacena dejé unas hojitas de albahaca que corté esta mañana… – Pidió golosa, como saboreando de antemano el perfume del te.
-¡Qué ideas: te de albahaca a las dos de la madrugada!
-No fue mía la idea del te, yo solo me levanté para decirte…
-Ya se madre: que tengo que tener una novia. – Interrumpió Romeo, tratando de dejar el tema.
-Pero no lo digas con ese desgano, ni que fuera un triste destino, además yo creo que para empezar podrías probar alguna vez en tu vida un tomate.
-Por si el frío te confundió un poco la memoria, te recuerdo que la de Adán era una manzana.
-Si, y el de Aquiles un talón, donde vos tenés guadañas. Ya que calentás agua podrías llenarme la bolsa de agua caliente, cada vez me cuesta más entrar en calor.
Al pasar por el comedor el bisel de los espejos titiló. En la noche del jardín bajo el titilar de las estrellas el rosal blanco desplegó una rosa rosada. Adalgissa ya no salió de su camisón.
Los primeros días, remendó medias y separó lentejas buenas de malas.
Después dio instrucciones para regar plantas, cosechar hojitas y revolver pucheros. Los últimos días amaneció por las tardes y se fue hundiendo entre las sábanas a cada campanada del reloj.
-Se me acaba la cuerda y vos sin encontrar novia. – Se lamentó Adalgissa con tono de resignación
-No sabía que fueras un despertador. – Replicó Romeo, llenando el florero de manzanillas.
-Y yo estoy segura de que no vas quedar solterón si seguís mi sabio consejo.
-Ya se: no debo hablar con mujeres de rocas ni de batatas, ni dejarles ver los talones de mis medias. – Enumeró de corrido, como en una lección de la escuela.
-Veo que no he hablado en balde; cuando cortes rosas rosadas para mi, no te olvides de vigilar la plantita de tomates que crece alejada de las demás.
El crujir de las bisagras del portón coincidió con las campanadas del reloj y Romeo volvió a pensar en un ogro dientudo desperezándose en su estómago.
La idea de comer solo, le sacó las ganas de sentarse a la mesa, se quedó en medio de la cocina bañado por la luz intensa del mediodía, miró todos los armarios y cajones: nada listo para comer. Por todos lados perfumados frascos con hojitas secas y paquetitos de papel con harinas y azúcares. El ogro hizo potente su protesta. Buscó la foto ovalada desde donde Adalgissa lo miraba atenta y la recordó inclinada sobre las plantas, tanteando las panzas de las naranjas antes de cortarlas.
En el jardín algunos yuyos osaban asomarse a los canteros y en el medio del pasto crecido brillaba el bermellón intenso de un tomate maduro.
De pie bajo el sol, tocó las hojas, las olió, abrió la boca con el ceño fruncido en un mohín de nene caprichoso; el primer mordisco le llenó la boca de jugo, el segundo el ogro lo agradeció, antes del quinto abrió el portón y relamiéndose los dedos entró en la verdulería de la esquina, donde una verdulera asombrada le preguntó
-¿Tomates doctor?
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