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El Dolor de Estómago

Fernando Rusquellas

– ¡No, no y no! ¡No quiero! No quiero y no voy nada! Repetía a los gritos, pateando y llorando Mordizca, la menor de los Dentone. Era corpulenta para su edad, los cabellos rojos y enrulados disimulaban la excesiva redondez de su carita pecosa, inflamada ahora por el llanto y la rabieta.

Como las otras veces, los ojos apenas celestes desorbitados y los párpados enrojecidos, en una suerte de ritual destructivo arrancaba las cortinas y arrojaba al suelo cuantos objetos hallaba a su paso. Mordió al abuelo en su silla de ruedas y atacó a dentelladas al temible Ghost, el gran danés, que huía despavorido ante su sola presencia. Lo único que parecía atemorizarla era la visita al odontólogo.

Mamá y papá Dentone intentaban las más variadas estrategias para convencer a Mordizquita de la necesidad de una revisión periódica. Habían pasado más de dos años desde aquella, la última vez. Para decir la justa verdad no todo el retraso se debía al empecinamiento de la niña. Durante el año en que el Dr. Lotorno estuvo internado, incluídos el postoperatorio y los meses de recuperación, le fue imposible atender a sus pacientes.

Casi dos años habían pasado desde que la niña se quejaba de un extraño cosquilleo en su estómago que en ocasiones la hacía llorar de dolor. Al principio los padres no dieron importancia a las quejas de Mordizca, pero con el paso del tiempo los síntomas se repetían cada vez con mayor frecuencia y comenzaron a preocuparse. El médico de cabecera le recetó unas cápsulas digestivas y algún antiespasmódico que en absoluto solucionaron el malestar, así que indicó una visita a una reconocida gastroenteróloga de larga experiencia en pediatría.

La Dra. Gastro era pelirroja como Mordizca y su ojos azules lucían luminosos enmarcados por largas pestañas rubias. De modales suaves, con sus dichos divertidos ganó rápidamente la confianza de Mordizquita que sumisa, se dejó revisar sin oponerse. Todo funcionó como sobre ruedas hasta que la médica le pidió que abriera la boca mientras maniobraba con el endoscopio en un intento por introducirlo en su garganta.

– ¡No, no y no! ¡No quiero! No quiero y no me va a meter eso en la boca! – Y los gritos se oyeron desde la calle, desde la estación del ferrocarril, desde todas partes…

Era su especialidad y estaba acostumbrada a estas escenas, con toda paciencia y profesionalidad la doctora aguardó, hasta que en un acceso de llanto y furia Mordizca entreabrió los labios, momento que aprovechó la médica para introducir el tubo de acero apenas unos centímetros. Con los ojos inyectados en sangre y a los gritos la pequeña pateaba a derecha y a izquierda, hasta que sus dientes mordieron con tal fuerza que deformaron el aparato hasta inutilizarlo.

Fuera de sí, la doctora Gastro le devolvió a la mamá el sobre con las radiografías del estómago que ni siquiera había abierto y le ordenó de muy mala manera que se retiraran inmediatamente del consultorio.

El cosquilleo y los dolores punzantes en el estómago continuaban y se repetían a diario, siempre en los mismos horarios. Por las noches Mordizca no se quejaba y dormía como un angelito hasta las ocho y media de la mañana en que se despertaba a los alaridos por los pellizcos que decía sentir en la barriga.

Transcurridas media docena de sesiones en el consultorio del psicólogo, éste decidió interrumpir el análisis. Aunque había pensado utilizar el caso para hacer su tesis de doctorado, no pudo aguantar los innumerables mordiscos en sus orejas, en su nariz y en sus cuatro extremidades además de la destrucción de la camilla y los otros muebles del consultorio. Sin mucha convicción diagnosticó: “psicosis violenta de origen incierto”.

Confinada en su casa, Mordizquita no cesaba de referir, a veces entre sollozos, otras veces en medio de accesos violentos, los dolores que le aquejaban tres veces por día, a las ocho y media de la mañana, a las doce del mediodía y a las cinco de la tarde. La situación se volvió crítica cuando los dolores la obligaron a abandonar la escuela y sus clases de danza que tanto le gustaban.

Así las cosas, con la esperanza que una visita a lo del Dr. Lotorno trajera otras preocupaciones a la niña y olvidara, aunque más no fuera por algún tiempo, el malestar que la aquejaba y que todos suponían producto de su imaginación.

Sin que Mordizquita lo supiera mamá Dentone se comunicó telefónicamente con el odontólogo, le explicó la situación por la que estaban pasando y le rogó que hiciera una excepción y le diera un turno especial. Lotorno no sabía si molestarse por la insistencia o sentirse halagado. Después de dudarlo un momento pudo encontrar un pretexto razonable. A las ocho y media de la mañana, a las doce del mediodía y a las cinco de la tarde, debía ejercitar su mano para recuperar algunos movimientos de los dos únicos dedos que había podido conservar.

Regresó a su casa vencida. Su estrategia no había resultado. Decepcionada se sentó al borde de la cama para pensar. El pretexto del dentista para no atender a la niña no le pareció convincente pero los horarios de sus ejercicios le resultaban familiares y en su mente se sucedieron como en una película una catarata de hechos olvidados acaecidos hacía tiempo, durante la anterior visita .

Recordó un grito desgarrador apenas contenido, la mano del odontólogo, la boca y la ropa de la niña bañadas en sangre. También recordó los enormes esfuerzos por consolar a su hijita que gritaba, arañaba y pataleaba para todos lados. Recordó la sirena de una ambulancia, la expresión de dolor de Lotorno, la noticia de la operación y la prolongada temporada sin atender el consultorio, sus ejercicios a las ocho y media, a las doce del mediodía y a las cinco de la tarde. La nena y los dolores de estómago a las mismas horas.

Los hechos aislados comenzaban a adquirir significado para la Sra. Dentone a medida que relacionaba unos con otros. Desesperada buscó entre sus papeles el sobre con las radiografías que la gastroenteróloga le había devuelto. Temblando abrió el sobre y observó la placa a contraluz, contra el vidrio de la ventana que daba al patio al tiempo que exclamaba con voz trémula:

-¡No, debo estar loca! ¡Esto no puede ser! … ¡Debo estar loca! ¡No puede ser!

Clavadas a las paredes del estómago se veían claramente las falanges de los tres dedos perdidos. 


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