El Collar Colorado
Cristian Rusquellas
– Sacale el collar.
Nicolás le quitó el collar a “Cuqui”. El padre abrió la puerta del auto e hizo salir al perrito blanco y negro, fugaz juguete de las vacaciones; luego la cerró y arrancó enseguida. Nicolás comenzó a llorar, desesperado.
– ¡No! ¡No lo dejes! ¡Mi perrito!
El niño lloraba a gritos. Trató de abrir la puerta, pero su padre la había trabado. Su madre asistía a la escena angustiada; trató de decir algo.
– Pero, Marcos… ¿no podríamos…?
– Ya hablamos bastante del asunto. Sabés muy bien que no podemos tener al perro en el departamento.
Nicolás seguía llorando.
“Cuqui” corría tratando de alcanzar al auto. Sus patitas se movían con extraordinaria velocidad, pero el coche se alejaba cada vez más, hasta quedar confundido dentro de la continua corriente de vehículos que corrían por la autopista.
Pero él seguía corriendo. Seguía corriendo.
Un enorme camión lo asustó; salió del asfalto y siguió corriendo por la banquina, pero el pasto crecido se le enredaba en las patas y le dificultaba el movimiento. Los tallos duros lo lastimaban.
Corría, corría, estaba ya muy cansado, las patas se le habían vuelto torpes y tenía una sed atroz, pero no quería detenerse.
Finalmente el cuerpo ya no le obedeció. Cayó rendido.
Estela se dio vuelta; Nico dormía, fatigado de tanto llorar, los párpados enrojecidos; en sus manitas todavía aferraba el collar colorado. Acongojada, lo cubrió con una manta hasta la cabeza, no soportaba verle la carita, todavía húmeda de lágrimas.
“Cuqui” estaba echado. No podía moverse, pero tenía la cabeza levantada y las orejitas erguidas hacia por donde su amiguito había desaparecido. Ni se dio cuenta de que un viejo camión se había detenido
El conductor bajó y le colocó frente a su hocico un plato con agua. Entonces sí “Cuqui” reaccionó y comenzó a beber con ansia.
El hombre lo acarició dulcemente; sus dedos examinaron la marca que en su pelaje había dejado el collar. Meneó la cabeza, apesadumbrado.
Le retiró con cuidado el agua. Lo levantó en sus brazos, lo subió al camión poniéndolo a su lado, sobre el asiento.
Después se perdió en la ruta.
– Ahí hay un parador, quiero lavarme la cara – dijo Estela.
Al costado de la autopista había un pequeño edificio solitario, con un cartel que decía El Descanso. Marcos salió del asfalto y estacionó frente al local. El camino era de barro y cuando bajaron los zapatos se les adherían al suelo.
Frente a la puerta del establecimiento estaba una señora que les sonreía como si los hubiera estado esperando. Con amabilidad acompañó a Estela a la toilette.
Marcos la esperó, paseándose nervioso. Rodeó la pequeña construcción y estuvo mirando largamente al lejano horizonte a través del campo abierto.
Al volver se encontró con su esposa, que lo estaba esperando. Subieron al auto, saludaron a la señora que los despidió agitando un pañuelo; a Marcos le chocó, sin saber por qué.
Estela miró al asiento de atrás; parecía que Nico no se había movido, pero el collar colorado estaba caído en el piso.
Continuaron la marcha, silenciosos. Sólo querían llegar a casa cuanto antes.
Al rato, ella quiso ver como estaba el chico. Levantó la manta que lo cubría y gritó espantada.
– ¡Marcos, Nico no está!
Su esposo, sobresaltado, clavó los frenos con peligro de ser embestido por el auto que los seguía, demasiado cerca como de costumbre. Sacó el coche fuera del camino; ambos se bajaron y examinaron cuidadosamente el interior del vehículo. Nicolás no estaba por ningún lado.
– Seguro que cuando paramos se bajó para buscar a su maldito perro. – casi gritó Marcos.
-Volvamos, quién sabe lo que le puede pasar, pueden atropellarlo! – sollozó estela, desesperada.
Marcos arrancó y dio una vuelta en U cruzando a toda velocidad el cantero central. Entró en la otra mano como una exhalación obligando a hacer desesperadas maniobras a otros conductores para evitar el choque. Un patrullero comenzó a perseguirlos haciendo sonar su sirena.
“Cuqui” estaba echado descansando. De pronto se irguió, apoyó sus patitas delanteras sobre el tablero y ladró mirando a través del parabrisas.
El conductor redujo la velocidad del camión hasta detenerlo al costado del camino. Bajó. “Cuqui” saltó y se le adelantó.
El hombre recogió un gorrito caído y se quedó mirando lo que hacía el perrito, que se lanzó dentro de la profunda cuneta y se puso a ladrar delante de un macizo de arbustos.
El señor se acercó y apartó los arbustos con cuidado.
En el puesto de la Policía la pareja trataba de explicarle al oficial Camargo la causa de su apuro.
– Aceptando que estén diciendo la verdad, lo único que iban a lograr era dejar a ese chico huérfano, ¡se iban a matar seguro a esa velocidad!
– Tiene razón oficial, pero es que ¡estamos desesperados! – dijo Estela entre sollozos.
– La autopista está llena de patrullas, daremos un boletín y seguro que alguna lo hallará, ¿tienen una foto del chico?
– Aquí en la cámara debe haber alguna.
– Fijate qué se puede sacar de aquí – le dijo el oficial al agente que estaba en la computadora. Éste sacó de la máquina la tarjeta de memoria y empezó a explorar su contenido.
– Estas fotos están muy mal tomadas, fuera de foco y muy quemadas, ¿es la primera vez que la usa?, parece que no la ha operado correctamente.
– Bueno… es nueva y no me detuve a leer el manual… yo simplemente apuntaba y disparaba… – se disculpó Marcos.
– No le dio tiempo a la máquina para enfocar y calcular la exposición y todas las tomas están falladas.
Cuadro tras cuadro eran todos borrones indiscernibles; pero de pronto apareció una foto perfecta, una bellísima toma de Nicolás con expresión de felicidad abrazado a su perrito, que lucía su collar colorado.
– No… no recuerdo haber tomado esa foto – dijo Marcos, turbado.
– Es que… fui yo – dijo Estela – cuando dejaste la máquina a un costado por un momento…
El oficial ordenó:
– Mandá un boletín con esa foto para que busquen al chico.
Luego les dijo a los padres:
– Lindo perrito, ¿dónde está? Puede ser muy útil para ayudar a encontrar al chico.
– Se… se perdió… – titubeó Marcos.
El oficial miró la foto y miró las manos de Marcos, que maquinalmente sostenían… el collar colorado. Marcos también se miró las manos, lo había agarrado sin darse cuenta.
– Entiendo, al fin de las vacaciones ustedes decidieron abandonar al perrito, lo dejaron en la ruta y cuando pararon en algún lado el chico se bajó y fue en su busca.
– ¡No! ¡No puede ser! Él… seguramente se bajó en el parador y… no nos dimos cuenta y lo dejamos… – dijo Marcos, angustiado.
– ¿Qué parador?
– Uno muy chico que vimos casi de casualidad, Estela quería ir a lavarse la cara porque…
– Entiendo, su señora estaba llorando.
– No… no… usted no entiende…
– ¿Cómo se llama el parador?, – lo interrumpió el oficial secamente – puede que el chico esté allí.
– El… El Descanso, si no me equivoco.
– ¿Usted dice El Descanso?
– Sí, claro, es un local muy chico al costado de la autopista. Lo atiende una señora.
– ¿Una señora muy amable, de pelo oscuro, con una vincha con flores? – le preguntó el oficial, mirándolo fijamente.
– Pues, sí – respondió Estela, desconcertada – ¿la conocen?
– Podría decir que sí. Por favor, vengan con nosotros en la patrulla, vamos a ese parador.
– Aquí está El Descanso – dijo el oficial.
Los esposos observaron el local, asombrados. Las paredes tenían el revoque descascarado, en lugar de las puertas y las ventanas sólo quedaban los huecos, y la luz que entraba a raudales denotaba que ya no tenía techo. El cartel con el nombre estaba totalmente herrumbrado e ilegible y a punto de caerse.
– Debe haber un error… ¡esto es una tapera! – dijo Marcos.
– No hay otro en muchos kilómetros. Además, aquí están las huellas de su auto y las de sus pasos – les indicó el chofer.
Estela siguió sus propias huellas, que la llevaron a una piecita que evidentemente había sido un baño, porque sus paredes aun conservaban restos de azulejos. El policía, que la había acompañado, se agachó y recogió algo del suelo, que le dio a Estela.
– ¡Mi pañuelo!
El oficial comenzó a hablar, lentamente:
– Los dueños de este local se llamaban Amparo y Joaquín. Cuando niños conocieron el horror de la guerra civil en España. Era una pareja corajuda, yo los conocí cuando chico. Los dos trabajaban duro, ella atendía el boliche y él manejaba un camión con el que hacía fletes. Pasaron los años, en España murió Franco y comenzó una nueva era; eso y la construcción de la autopista los convenció de que era hora de volver a su tierra. Como trabajaban bien, tenían ahorros suficientes, pero lamentablemente parece que hablaron de más y un día que Amparo estaba sola fue asaltada, el ladrón la dejó malherida. Murió en los brazos de su marido, que llegó al rato.
– ¿Encontraron al asesino?
– No, y lo peor es que la asesinó por nada, no tenían el dinero en el local. Luego del entierro Joaquín desapareció y nunca se supo más nada de él.
Salieron. Al pasar frente a la que había sido la puerta del negocio, Estela vio algo adentro que le llamó la atención: apoyada en el borde de una derruida paredita de ladrillos, que era todo lo que quedaba de la base del mostrador, estaba apoyada una rosa escarlata de largo cabo. Sus pétalos aterciopelados parecían conservar aun gotas de rocío y emanaban un suave perfume.
– Debe haberla puesto algún viejo camionero que todavía la recuerda – aventuró el oficial.
Regresaron a la patrulla.
– Aquí donde estuvo parado su coche, hay huellas de un chico que van hacia el sur – dijo el chofer.
– ¡Nico fue a buscar al perro! – gritó Estela.
– Seguramente, pero no podemos seguir las huellas, van por el pasto y son muy poco visibles. Necesitamos más personal para no dejar arbusto sin revisar – dijo el oficial – volvamos, desde la oficina organizaremos la búsqueda.
En la seccional se recibían reportes de las patrullas, que recorrían los caminos y hacían averiguaciones entre la gente del lugar y los camioneros. Además se rastreaban las huellas del niño con perros.
Los esposos aguardaban angustiados en una salita, cuando de pronto apareció el oficial con una expresión preocupada.
– Tengo noticias, pero no puedo decir que sean buenas.
– ¿Qué quiere decir? – lo interrogó Estela, angustiada.
– Los perros siguieron el rastro del chico, caminó bastante y luego aparentemente resbaló y se cayó en la cuneta, que afortunadamente no tenía agua. En ese lugar hay huellas de un camión que se detuvo, y luego el rastro ya se pierde. Suponemos que el niño fue subido al camión, no sabemos en qué estado. No hemos recibido ningún reporte de que el camionero se haya acercado a alguna comisa-ría o un hospital.
– Y eso ¿qué significa? – preguntó Marcos.
– Significa… que ahora debemos buscar un camión que no sabemos cómo es. Puede llevar tiempo. Además, es posible que el camionero se quiera comunicar con ustedes. ¿Si el camionero se lo pregunta, el chico podría decirle cómo comunicarse con ustedes?
– Sí… sí… claro… es muy despierto y se acuerda el número de nuestro teléfono y la dirección de casa… – dijo Estela, esperanzada.
– No quiero ilusionarlos demasiado, pero creo que sería conveniente que fueran a su casa a esperar novedades; aquí no pueden hacer nada y están muy cansados. Yo los tendré al tanto si tenemos alguna noticia.
– Sí… tiene razón, enseguida salimos – dijo Marcos, levantándose de un salto.
Pero el oficial lo detuvo con un gesto.
– Espere, usted no está en condiciones de manejar así nervioso. El sargento Correa tiene que viajar a la capital por cuestiones de servicio, él puede conducir su coche.
– Pero… sería una molestia… – dijo Marcos.
– Al contrario, él tiene que ir de todas maneras y disfrutará manejando su lindo auto, en lugar de una patrulla persiguiendo conductores peligrosos… – dijo el oficial, sonriendo.
Minutos después corrían por la ruta. El sargento Correa era un experto conductor, pero sobre todo se distinguía por su extremo laconismo; durante todo el viaje prácticamente no pronunció palabra. Los esposos iban en el asiento trasero, muy juntos. Estela llorosa, Marcos con un nudo en la garganta, con un terrible sentimiento de culpa.
Al anochecer llegaron a la casa. Luego de acomodar el coche en el garaje, los esposos iban a despedir agradecidos al sargento, cuando éste los contuvo:
– No, todavía no. Creo que es conveniente que los acompañe hasta su departamento.
– ¡Oh, gracias! – dijo Estela.
Entraron al edificio. Sus pasos resonaban en el desierto palier en semipenumbra. Al llegar a la puerta del departamento vieron que por debajo se filtraba luz.
– Pobre Andrea, se ha quedado esperándonos al ver que no llegábamos, debe estar preocupadísima. Tendríamos que haberla llamado para avisarle – dijo Estela.
– ¿Quién es Andrea? – preguntó el sargento.
– La señora que nos hace las cosas de la casa. Lo quiere mucho a Nico. – contestó Estela.
Abrieron la puerta. Andrea al oír el ruido se vino desde la cocina.
– Bueno, ya están aquí – dijo sonriendo; y luego, algo alarmada al ver al sargento Correa – ¿Porqué viene ese señor policía con ustedes?
A Estela le sorprendió la tranquila naturalidad de Andrea.
– Pero, nosotros teníamos que venir por la mañana… ¿no te extraña que hayamos llegado tan tarde?
– No, el señor que vino de su parte ya me había avisado – contestó Andrea.
– Pero, ¿de qué señor nos estás hablando? – intervino Marcos, impaciente.
– ¿Me trajiste el collar?
Al oír la voz a sus espaldas los esposos se dieron vuelta de golpe… para encontrarse con Nicolás que, sonriendo, extendía su manita abierta. A su lado, “Cuqui” los miraba moviendo la cola alegremente.
-
Pues, el señor que lo trajo a Nico,naturalmente – concluyóAndrea.
Marcos metió maquinalmente la mano en su bolsillo, cuando la sacó vio que tenía en ella… el collar colorado; no tenía idea de cómo había ido a parar allí. Se lo dio a Nicolás; éste tranquilamente lo tomó y se lo colocó a “Cuqui”, que lo dejó hacer sin dejar de mover la cola.
– ¿Cómo era ese señor? – preguntó el sargento Correa.
– Bueno… era… un señor. Tenía una cara bondadosa… venía con Nico en brazos, dormidito, y a su lado corría el perrito. Me dijo que ustedes iban a llegar por la noche y me dio al chico. Yo lo llevé a su camita y lo dejé acostado, ni lo desvestí para que no se despertara… pero cuando volví al living, el señor ya no estaba.
– Bueno, de todas maneras el asunto está resuelto, se lo trasmitiré al oficial Camargo.
Marcos acompañó al sargento hasta la calle, agradeciéndole vivamente su ayuda.
Esa noche, Estela y Marcos estaban en la cama sin poder conciliar el sueño, tratando de entender todo lo sucedido. Luego de un rato, habló ella.
– Es simpático “Cuqui”, ¿no?
– Y… sí.
Luego de una larga pausa, continuó:
– ¿Sabés una cosa? Me parece que si mañana se te da por preguntar por el oficial Camargo o el sargento Correa, te van a decir que no hay nadie que se llame así en la policía…
– Hmfff.
Marcos se había quedado dormido.
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