El Amor de Rosendo
por Fernando Rusquellas
–No te hagas muchas ilusiones, nena, – Dijo Eleonora mientras enhebraba la aguja de su antigua máquina de coser. – ese tipo no te conviene, al menos yo no daría un mango por su compañía… – Analía, sentada en el brazo del sillón, con un pie en al suelo balanceaba rítmicamente la otra pierna de la que había dejado caer la pantufla, que ahora mordisqueaba Forajido mojándola con su baba pegajosa.
Afuera, Rosendo serruchaba un tablón para reponer los escalones gastados de la escalera grande. – También… – Pensaba – debe de tener como doscientos años. ¡Dice la vieja que la usó su abuelo para levantar el techo de la cocina, cómo no va a tener los escalones gastados…! – y siguió serruchando sin mucho entusiasmo.
Eleonora seguía con su perorata sin reparar en que Analía había salido por la puerta de la cocina saltando en un solo pie en persecusión de Forajido que corría por el patio con la pantufla entre sus dientes. Cuando Eleonora se percató que estaba hablando sola se enfureció, salió tras Analía y a los gritos, sin importarle que la oyeran los vecinos, la maledicencia y sus comentarios.
– ¡No te conviene!… sus dientes son afilados… – Y continuaba a regañadientes, – ¡Parece mentira que no quiera hacer caso! Se lo digo por su bien… ¡Habiendo tantos hombres, justo se viene a juntar con este…!
Rosendo, acostumbrado a los exabruptos de Eleonora seguía con su labor como si no hubiera visto ni oído nada. Sin embargo la había oído. Bien que la había oído. Era perfectamente consciente del peligro que sus dientes afilados representaban para Analía pero estaba dispuesto a afrontar el riesgo.
El amor que Analía sentía por Rosendo no le permitía ni siquiera protegerse de eventuales daños involuntarios. Su piel delicada y fina, tersa y turgente, no resistiría una herida punzante sin ponerle en peligro la vida misma. El menor pinchazo, la más insignificante raspadura, el tajo más pequeño podrían ser fatales sin una reparación inmediata realizada por especialistas responsables y de sobrada experiencia. Era razonable, aunque tal vez exagerado, el temor de Eleonora cuando en sus raptos de imaginación le parecía ver alguna escena pasional en que los jóvenes se dejaran llevar por la lujuria con consecuencias letales para Analía.
No eran solo los dientes afilados de Rosendo, también le estaba vedado a Analía el uso de agujas, las de coser y hasta las largas y afiladas utilizadas para tejer, también las tijeras, los cuchillos y hasta los ralladores de queso. La pobre muchacha tenía, como se puede suponer, una vida muy limitada en sus actividades. Para colmo, se había enamorado perdidamente nada menos que de un carpintero, cuyas herramientas habituales, además de los clavos y tornillos, son los temibles formones, las gubias y los serruchos que poseen puntas y filos agudos… y qué decir de las astillas de la madera que podrían atravesar accidentalmente con gran facilidad una piel tan delicada.
Cuando sentía que le faltaba el aire, que sus fuerzas declinaban, se refugiaba en la gomería de su tío Arnoldo aunque no fuera precisamente un lugar muy acogedor. Arnoldo era tal vez el pariente que más y mejor comprendía sus penas y sus depresiones cuando los demás se desentendían con no disimulado egoísmo. Si estaba herida, Arnoldo se ocupaba de curarla, cuando sufría de hipotensión y su ánimo se derrumbaba, era Arnoldo quién amorosamente se ocupaba de ella hasta que su presión se normalizaba. Por algo Arnoldo se había convertido en su tío preferido, mientras los demás demostraban indiferencia por la salud de Analía. En realidad no se trataba de otra cosa que de celos y envidia mal disimulada.
A pesar de los desvelos de Arnoldo y las demostraciones de amor de Rosendo, los desplantes de Eleonora le resultaban día a día más insoportables a la sensible Analía. Llegó el día en que tomó la difícil decisión: no seguiría esperando a tener un techo propio, casamiento de blanco, iglesia, fiesta con cientos de invitados y luna de miel en el campo. Contra viento y marea se iría a vivir con su novio a la piecita detrás de la carpintería donde habían disfrutado sus primeros encuentros amorosos.
La piecita quedó primorosamente arreglada y nada tenía que envidiar a la de un departamento en el pueblo. Forajido disponía ahora de dos pantuflas más para mordisquear y dormía en el taller sobre un mullido lecho de aserrín y viruta de madera bajo el banco de carpintero. Podría decirse que la felicidad colmaba todos los deseos de la pareja.
Una noche de pasión y lujuria, bastó con que uno de los dientes de Rosendo rasgara la tersa piel de Analía para que se desatara la tragedia. No bastaron las corridas deseperadas del marido ni las súplicas de Analía ni los aullidos de Forajido. A esas horas de la noche no pudieron hallar al tío Arnoldo, la gomería estaba cerrada. Analía estaba totalmente desfigurada y durante una horrible contorsión exhaló su último suspiro.
Rosendo se sentía responsable, culpable de lo sucedido. Los días siguientes pasaron tristes, interminables, solitarios. Poco a poco Rosendo fue perdiendo el interés por su trabajo. Primero los cajones de los armarios, antes objeto de admiración de sus clientes, dejaron de deslizarse suavemente y hasta comenzaban a trabarse a medio cerrar o a medio abrir, los encastres eran deficientes y las puertas, fuera de escuadra no cerraban y si cerraban era imposible abrirlas después.
Como era de esperar terminó malvendiendo la carpintería y todas sus valiosas herramientas.
Al día siguiente, compungido y bañado en lágrimas, marcó el número de teléfono de cierta empresa en Estados Unidos y pidió hablar con el mismo gerente de ventas para América Latina para hacerle un encargo urgente y muy especial.
Con el dinero de la venta de la carpintería en mano la liquidación se haría en efectivo por la inmediata importación de otra muñeca inflable « modelo Analía » idéntica a la anterior.
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