Dimensiones ¿Dimensiones? ¡Dimensiones!
por Martha Pensel y Fernando Rusquellas
Esa mañana amaneció sin sol… pero ¡SIN SOL! en serio. La luna apenas se dejaba ver en un cielo de peluche. Las hormigas, sin saber a qué atenerse continuaban inseguras en su caminito zigzagueante transportando enormes hojas y pétalos amarillos
Al mismo tiempo, con la misma luna y vistos desde arriba, desde el helicóptero, se divisaba un camino de autos que salían de la ciudad. Sus ocupantes dejaban por un tiempito el sacrificio del trabajo para llegar hasta el peluche azul del mar. Llevaban en el techo, atados, paquetes, valijas y bolsas de esperanza como si fueran pétalos amarillos y de todos los colores.
Bolú, Bolulú, Marilú, Mambrú….. jugaban los chicos dentro del auto a decir palabras terminadas con U o con E o con I, y las más difíciles con consonantes que por lo general eran R,L,S, porque las otras eran imposibles para el juego.
Las hormigas estaban acostumbradas a las consonantes, no por dicción, porque no la conocían, sino por audición. Las XXXX y RRRRR de las chicharras, las ZZZZ del viento y las FFFFF de la lluvia.
Acostumbradas. Acostumbradas. ¿Tenían alternativa?….
El copiloto del helicóptero, que en realidad se llamaba Braulio, luchaba contra su aversión a las alturas, trataba de ignorarlo, pero somatizaba inundando la cabina con malos olores. No había forma de evitar el miedo. A veces hubiera preferido ser un árbol, un pájaro o una hormiga, que a su juicio seguramente vivían sin necesidad de aparentar o de ser diferentes de lo que realmente eran. Y él hubiera querido ser alfarero.
En eso estaba el pobre Braulio cuando creyó ver cómo un aguacil gigante se acercaba peligrosamente al encuentro del helicóptero a enorme velocidad. Instintivamente, el piloto intentó una inútil maniobra para esquivarlo pero el enorme insecto se desvió justo antes de lo que podría haber sido una colisión fatal . En ese mismo momento, en el auto, los niños que jugaban con las vocales enmudecieron al notar que su papá evitaba el choque frontal con lo que parecía ser una enorme hormiga negra cargando un pétalo amarillo. Venía a contramano emitiendo un sonido como ÑÑÑÑ….
Braulio somatizó como nunca y el atribulado piloto, mientras miraba desconcertado cómo los automóviles sorteaban una tras otra las hormigas de una interminable caravana, abrió la portezuela para renovar el aire de la cabina.
El aire fresco y limpio penetró a raudales trayendo un aguacil de tamaño y aspecto normal. Al verlo, Braulio, pareció enloquecer de repente y se arrojó sin más por la portezuela con los ojos cerrados.
Cuando volvió en sí vió con sorpresa que a no ser por algunas magulladuras sin importancia estaba sano y salvo. Miró a su alrededor sólo para descubrir que una multitud de hormigas negras, formando un círculo a su alrededor, lo observaban asombradas. La fortuna había hecho que cayera en un mullido cúmulo de tierra que las propietarias del hormiguero habían acarreado desde las profundidades durante días de duro trabajo.
Todo parecía normal, salvo el tamaño. Cabían dos posibilidades: los insectos eran desmesuradamente grandes o él, inexplicablemente, había reducido su tamaño.
Su primer impulso fue preguntar dónde estaba, pero lo desechó inmediatamente cuando pensó que no comprenderían su lenguaje. Para su sorpresa, una de las hormigas se acercó amigablemente y en tono casi cariñoso le explicó:
– LLegaste desde el cielo sorpresivamente, habías perdido el conocimiento, como estabas desvalido la reina nos ordenó alimentarte y darte de beber… y así lo hicimos. Desconcertado aún, Braulio agradeció dando pruebas de su buena educación.
En el auto, el juego de las vocales y las consonantes se interrumpió cuando,
-Mirá, Pá, un aguacil.
-Se viene tormenta…
– ¿Por qué los aguaciles traen tormenta?
– No nene, es una premisión.
– Se dice predicción, nena.
– Pá, ¿cómo se dice?
-¿Eh?… ¿qué cosa?
– Cuando alguien sabe lo que va a pasar.
– ¡Ah!… Eh…Premonición.
Siguieron avanzando y el viento avanzó también, y retrocedió, y remolineó.
– Mirá, pá, un embudo!
– Pa, es como la cosa del Mago de Hoz.
– ¡Me cachen diez!…
– ¿Qué, pá?
– Callate, nena. Es un proverbio.
– ¡No! ¡No! yo me acuerdo lo que es. ¡Un improverio!
– ¡¡Agárrense, chiucooos!!….
El auto giró y giró y se elevó y se desplazó y finalmente chocó contra una montaña de tierra, pero blandita, como cernida en un colador, arenosa y leve.
Ahora allí estaban todos reunidos…, sólo faltaba el piloto del helicóptero, tras haber perdido a Braulio, su acompañante, cuando lo del aguacil.
Las hormigas comenzaron a preocuparse al recibir tantos humanos en tan poco tiempo. Era algo que nunca les había pasado, al menos en todo el tiempo que narraban sus tradiciones históricas. Poco tiempo pasó para que los niños se encariñaran con las indefensas y tiernas larvas, tanto que ayudaron a mecerlas en sus brazos tal como lo hacían las hormigas nurses, contribuyendo con canciones de cuna desconocidas para ellas.
Los mayores, incluyendo a Braulio, estaban agradecidos por el buen trato que recibieron en el hormiguero pero sabían que no era una situación normal. Algo desconocido, incomprensible, les había sucedido.
-Tal vez fue un fenómeno gravitatorio provocado por un OVNI… – Arriesgó no muy convencida la mamá de los chicos.
– No, gravitatorio no, debe haber sido un poderoso campo magnético…. – Interrumpió Baulio, mostrándose algo avergonzado: – …por lo menos en mi caso… – Se detuvo bruscamente sin atreverse a continuar en presencia de una señora. El hecho era que su sexo se había magnetizado de tal modo que actuaba como una brújula. Adoptara la posición que adoptara, siempre señalaba al Norte, lo que le traía no pocos inconvenientes.
– Braulio, el pito te apunta al suroeste… – Dijo el nene que se llamaba Tulio.
– ¡Ah! -Comentó Braulio. – Debe ser por la brújula del helicóptero, la tenía justo cerca de ahí.
– ¿Eso es posible? – Preguntó Tulio
– ¡Qué sé yo! – Contestó Braulio visiblemente molesto.
Se habían formado grupos de charlas, de tareas y de reflexiones solitarias. Delia, la mamá y Celia, la nena, juntaban florecitas. Papá Cornelio intentaba componer el auto mientras el aguacil rondaba por todos lados curioseando y las hormigas estaban extrañamente quietas. Allá arriba, entre las estrellas que empezaban a aparecer en la tarde, justamente al Suroeste, se asomaba el Plato Volador.
La nave alienígena no parecía conservar un rumbo fijo, por el contrario, ora al este, ora al oeste, a veces hacia arriba y otras hacia abajo en que parecía caer en picada. Sólo las hormigas parecían haberlo detectado ya que sus antenas respondían al campo magnético orientándose hacia él cuando deambulaba por entre las estrellas. Las partes magnetizadas del cuerpo de Braulio, al igual que las antenas de las hormigas, respondían a los cambios de dirección del OVNI y a pesar de sus esfuerzos no lograba disimularlo.
El automóvil por fin quedó reparado, pero por sus actuales dimensiones habría sido imposible circular por la ruta sin ser aplastado por el tránsito normal. Sólo le sería posible hacerlo por los intrincados senderos de las hormigas.
Todo seguramente tenía un por qué. ¿Tendría un por qué?
La mamá Delia y la nena Celia, junto con el nene Tulio y el papá Cornelio se sentaron a comer unos sándwiches. Braulio no tenía hambre por el momento y se dedicaba a seguir el vuelo de Bolú, el inquieto aguacil.
– ¿Qué le pasa al bichito? – Preguntó.
– Debe acercarse una tormenta. – Contestó Delia distraidamente.
Las hormigas empezaron a apurar el paso y a los pocos segundos el cielo se puso amarillo.
– ¿Quieren que entremos al auto? – Preguntó Cornelio – Pero nadie pudo escucharlo porque el ruido del viento era cada vez más fuerte. Como respondiendo a un llamado, las hormigas iniciaron el camino hacia su cueva, seguidas por todos los demás.
No había una entrada para humanos, pero Bolú el aguacil los guió hacia una montaña de tierra arenosa, y cuando llegaron hasta allí sintieron que se desmoronaba bajo sus pies.
– ¡Guaardaaa!… – Gritó Braulio. Laberintos y semillas con moho, gotitas de colores, hilos de seda y susurro de grillos.
Todo indicaba que ése sería el lugar de la reunión.
Un olor empalagoso llenaba el espacio y un ruido sordo, lejano, hacía pensar en misteriosas corrientes de agua escurriendo por entre laberintos cristalinos.
Sus miradas se cruzaron significativamente, y como si se hubieran puesto de acuerdo con anterioridad se sentaron alrededor de un carozo de durazno, único amoblamiento del recinto, si puede llamársele así.
La primera en hablar fue Celia:
– ¡Ahora que estamos todos reunidos deberíamos tomar una chocolatada! – Todos estuvieron de acuerdo menos papá Cornelio que extrañaba al aguacil, que volaba en el momento de la caída y había quedado fuera. :
– ¿Qué haremos ahora? ¡Bolú era nuestra única esperanza de avisar de nuestra suerte a los demás!
– Mejor, – Exclamó entusiasmado Tulio – así podremos recorrer todo esto y saber de dónde viene ese ruido de agua…
– ¡Pero antes la chocolatada! – Insistió Celia encaprichada.
– Tomá – Le dijo el hermano, y le alcanzó un vaso lleno hasta el borde de apetitosa y dulce chocolatada.
– Gracias… Contestó la nena con naturalidad, y empezó a saborearlo de a sorbitos.
– ¿De dónde sacaron eso? – Preguntó Cornelio.
– Estaba aquí arriba… – Dijo Tulio como disculpándose.
Se quedaron pensando, no parecía normal que cuando alguien pidiera cualquier cosa apareciera de golpe como por arte de magia.
– ¡Yo quiero una cerveza!! – Gritó Braulio. Pero nada apareció .
-Yo quiero una…un…sombrero. – Intentó Delia pero sin éxito.
– ¡Yo quiero que vengan los del plato! – Gritó Tulio.
Se hizo un silencio. En realidad nadie los había visto, pero todos sintieron algo raro, como un soplido interior, como burbujas de soda en todo el cuerpo, como una especie de alegría…
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Años después, Braulio recibía a sus huéspedes en su taller de alfarería, ubicado en el paraje «Del Hormiguero», llamado así en honor a sus habitantes ancestrales. Un cartel rústico de madera representaba a un aguacil, y abajo, con letras algo desparejas, decía: “El Bolulú” y más chiquito, “Artesanías con tierra colada”.
Juntos, en una pequeña caravana, iban llegando Cornelio y Delia, canosos, pero siempre sonrientes, y sus hijos, algo más larguiruchos pero siempre discutiendo algún asunto de dudoso interés:
– La insoportable levedad del ser.
– No, Esplendor en la hierba.
– Vos qué sabés
– No, vos qué sabés, tonto.
– ¡Basta chicos! – Ordenaron casi a coro el padre y la madre. Braulio llegaba peinándose con los dedos el pelo largo semiatado con una vincha de abrojos.
– ¡Amigos! – Dijo a modo de saludo, y todos corrieron a abrazarlo.
Entraron al taller, bajaron por una escalera caracol y llegaron al lugar de cristal.
Nadie pudo saber nunca cómo había sucedido todo. Los detalles de esta historia todavía permanecen secretos.
Pero hay una época en cada década en que ellos, el viejo aguacil y la venerable reina de las hormigas se reunen en el paraje «Del Hormiguero» para intercambiar historias, experiencias, deducciones y posibles planes para el futuro.
Ninguno de ellos ha dejado de ser quién había sido antes de aquella experiencia, pero llegaron a conocer tantas cosas más que se dice, a manera de leyenda, que de alguna manera se han convertido en representantes oficiales del planeta ante la comunidad viva universal.