Kósquires

Cinco mujeres singulares en La Casa del Patio Colorado

Fernando Rusquellas


Intuí que se produciría algo importante ese día en aquel lugar.

Valiéndome del borroso recuerdo de infancia avancé casi a tientas, guiado por los olores de las maderas atravesé amplias habitaciones llenas de bultos indefinidos.

El reconocimiento de algunos objetos familiares me infundió confianza y continué avanzando hasta llegar a una habitación profunda y alargada.

El empapelado figuraba grandes ramos de rosas rojas, era colorido y alegre. Dibujadas sobre él, oscuras, casi negras las graciosas curvas Reina Ana del juego de comedor inglés.

Maravillado observé más detalles en que no había reparado hasta entonces.

Una gran ventana alta y angosta que daba al patio dejaba entrar un rayo de sol sobre la mesa tendida para el té. Mantel blanco inmaculado, porcelana inglesa decorada con finísimas hojas verdes salpicadas de florecillas rosadas; la tetera humeaba vapores de té también inglés.

Cuatro eran las tazas servidas; tres mujeres jóvenes conversaban animadamente.

La dueña de casa era alta y grácil, noble nariz aguileña, grandes ojos grises y amplia frente despejada sobre la que caían como al descuido pequeños rulos color canela; tomaba su tasa con delicadeza, levantando graciosamente el dedo meñique cada vez que la acercaba a su boca dulce y carnosa.

– ¡Barrarra! -Ahogué un grito en mi garganta mientras sostenía de los pelos y a duras penas algunos de mis Kósquires que de haberlos dejado habrían ensuciado su vestido con las patas y asustado a las visitas con sus gritos destemplados; y lo peor es que denunciarían mi presencia fuera del tiempo. Afortunadamente nadie lo notó.

Elvira, algo mayor que Adalgissa, parecía una mujer fuerte, decidida y moderna. era dueña y Directora de un colegio donde niñas y varones compartían el aula, razón por la que recibía fuertes criticas; acababa de separarse de su esposo que además de escritor, docente, poeta, filósofo, era amigo y confidente de Nuncio.

¿Estás segura de lo que haces? – preguntó Adalgissa –

Te sentirás muy sola; te lo digo por experiencia, cuando Nuncio no viene…

No lo aguanto más, nena, llega a la hora que le place, es desorganizado, incapaz de administrar el dinero, lo malgasta sin siquiera sentirse culpable –

Es un hombre maravilloso, inteligente, varonil… muchas mujeres te envidiarían…

¡Se los regalo! … – Exclamó Elvira, y como arrepintiéndose agregó

Bueno, se los presto, pero que me lo tengan lejos, ¡Que no lo aguanto!

Se produjo un silencio. Observé a la otra invitada con más detenimiento.

No se trata de legalidad – Insistió Elvira mirándola a los ojos – Bien sabes que no sólo aprecio a Nuncio sinó que siento verdadera admiración por él, por el hombre de bien, por el médico altruista, pero él debe decidir: o se queda en su casa y aguanta a su mujer, o reconoce a su nueva esposa e hijos. De otra manera seguirás para siempre siendo “la otra”, y tus hijos…

Ese no es tema para una conversación. ¡Así salen las cosas cuando no está de por medio la bendición de Dios! – Sentenció Assunta muy molesta mientras mojaba un gran bizcocho en el café con leche.

Visiblemente conmovida Juana se puso de pié.

Voy a pelear por todas nosotras. – Dijo – Os prometo utilizar el arma más poderosa que Dios ha puesto en mis manos : LA POESIA.

Su figura parecía haber crecido; el único rayo de sol que penetraba ahora por la ventana iluminaba su rostro de un modo casi teatral.

La voz de Juana Ines resonó fuerte y segura, como si surgiera de una poderosa fuente natural:

Hombres necios que acusáis

a la mujer sin razón,

sin ver que sois la ocasión

de lo mismo que culpáis.

Si con ansia sin igual

solicitáis su desdén,

¿Por qué queréis que obren bien

si las incitáis al mal?

Parecer quiere el denuedo

de vuestro parecer loco

al niño que pone el coco

y luego le tiene miedo

Queréis con presunción necia

hallar a la que buscáis,

para pretendida, Thais,

y en la poseción Lucrecia.

¿Qué humor puede haber más lato

que el que, falto de consejo,

él mismo empaña el espejo

y siente que no está claro?

Con el favor y el desdén

tenéis condición igual,

quejándoos, si os tratan mal,

burlándoos si os quieren bien.

Opinión ninguna gana,

pues la que más se recata,

si no os admite, es ingrata,

y, si os admite, es liviana.

Siempre tan necios andáis

que con desigual nivel

a una culpáis por cruel,

y a la otra por fácil culpáis.

Pues, ¿Cómo ha de estar templada

la que vuestro amor pretende,

si la que es ingrata ofende

y la que es fácil enfada?

Combatís su resistencia,

y luego, con gravedad,

decís que fue liviandad

lo que hizo la diligencia.

Dan las amantes penas

a sus libertades alas,

y después de hacerlas malas

las queréis hallar muy buenas.

¿Cuál mayor culpa ha tenido,

en una pasión errada,

la que cae de rogada,

o el que ruega de caído?

¿O cuál es más de culpar,

aunque cualquiera mal haga,

la que peca por la paga

o el que paga por pecar?

Pues ¿Para qué os espantáis

de la culpa que tenéis?

Queredlas cual las hacéis

o hacedlas cual las buscáis.

Dejad de solicitar,

y después con más razón

acusaréis la afición

de la que os puede rogar.

Bien con muchas armas fundo

que lidia vuestra arrogancia,

pues en promesa e instancia

juntáis diablo, carne y mundo. –

Triunfante y pícara, sor Juana se inclinó hacia sus amigas que la miraban petrificadas.

Más entre el enfado y pena

que vuestro gusto refiere,

bien haya la que no os quiere,

y quejaos en hora buena.

Dan las amantes penas

a sus libertades alas,

y después de hacerlas malas

las queréis hallar muy buenas.

¿Cuál mayor culpa ha tenido,

en una pasión errada,

la que cae de rogada,

o el que ruega de caído?

Estén seguras, hijas ¡con esto los cagué para toda la eternidad! -Dijo, sonriendo por primera vez en la tarde.

Mientras, Elenita continuaba mordiendo el delicioso bizcocho negro y embadurnando su carita blanca.

Caminé hacia atrás.

Estaba emocionado por todo lo que había visto y oído.

Salí del cielo de recuerdos sin hacer ruido; una sensación de soledad me invadió cuando dejé a mis Kósquires fascinados por la gran Juana Inés de la Cruz, bebiendo de su néctar.

La discriminación machista injusta y necia producía demasiado dolor y regresé al mundo de la realidad más feminista que nunca.


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