Kósquires

Andrea, Un Naufragio en el Patio

Fernando Rusquellas


Es la mañana del domingo.

Santiago está ocupado reparando algunos desperfectos en el auto.

Andrea arrastra dificultosamente un sillón del patio hasta colocarlo justamente delante de él.

Se sienta y estática, en silencio, fija una mirada apenas celeste en el auto, en su yerno. Se diría que ni siquiera parpadea.

Santiago, sin verla, percibe la mirada sobre su piel como si algo estuviera punzándolo.

Se siente observado.

A medida que pasan los minutos la mirada insistente, inexpresiva, lo exaspera.

Por fin, sin saber por qué, explota. Tira las herramientas por el suelo. Abandona el trabajo y con una furia incontenible se aleja para refugiarse en la cocina, en el dormitorio, en cualquier parte al abrigo de aquella mirada penetrante que le hace hervir la sangre.

Andrea parece no enterarse de lo que pasa a su alrededor. No ve lo que tiene delante de los ojos. Al cabo de un rato se levanta lentamente y abandona el sillón que permanece vacío, mudo testigo de la escena anterior.

Pero Santiago estaba equivocado. Andrea no lo observaba, no lo criticaba, sólo lo veía moverse como podría haber visto el caer de las hojas de un árbol, el volar de las mariposas o el juguetear de unos gatitos con un ovillo de lana.

Su mirada, su verdadera mirada, está en otra parte, en otro tiempo.

En otra dimensión.

No solamente la mirada, también el olor del mar y un viento helado invaden sus pensamientos donde arrecia la tormenta, donde las olas estallan estrepitosamente contra las rocas.

Sentada en el sillón del patio aprieta un pañuelo con la mano crispada.

Siente sus manitos aferradas con fuerza al cuello de su mamá.

El cielo oscurecido parece precipitarse sobre ellas.

El viento, rugiendo y silbando obliga a mantener los ojos semicerrados mientras una fina lluvia helada castiga por rachas la piel de la cara.

Una bruma espesa y oscura impide ver la otra orilla de la ría.

Siente cómo, con cada ráfaga, azotan su carita mojada las puntas del pañuelo que cubre la cabeza de su madre.

El mar enfurecido parece desierto.

Inútilmente intentan vislumbrar en la inmensidad alguna imagen, alguna señal de vida.

Las barcas de los pescadores habían partido muy temprano, cuando el pueblo dormía aún.

Atravesando la ropa empapada el frío parece penetrar hasta los huesos.

La oscuridad sin límite, sólo interrumpida por la luz de los relámpagos, presagia lo peor.

Sorpresivamente, como surgidas de la negrura aparecen entre la espuma, primero una barca… luego

otra… y al rato otra…

A lo lejos, en la playa, aplacados y entrecortados por las ráfagas del viento se oyen los llantos de las mujeres y los gritos de los niños recibiendo con alegría a sus familiares sanos y salvos…

Andrea oye el corazón de su mamá latiendo más rápido.

Sólo falta arribar la pequeña barca azul del Noruego.

Llega el mediodía sin señales de una barca pesquera.

Amaina la tormenta. Algunos rayos de sol mortecino se atreven a bordar con un hilo de oro las crestas de las olas más cercanas.

La vigilia continúa ya casi sin esperanzas.

Transcurre toda la noche y llega el amanecer del día siguiente.

No hay rastros de El Noruego ni de su barca azul.

El mar en calma parece satisfecho de haber vengado las muertes de tantos peces inocentes.

Algunas maderas azules, destrozadas, aparecieron junto a la resaca y hubo quién dijo reconocerlas como partes de la barca de El Noruego.

Andrea percibe el llanto silencioso de su mamá.

Siente una soledad infinita. Por eso no ve cuando Santiago destornilla el plástico amarillo de la luz de posición para cambiar la lamparita quemada.

Andrea comprende a la joven viuda. Alguien le había contado que después de la tragedia debió afrontar la vida sola, con su niña mayor a la que ahora se sumaba ella, recién nacida.

También le contaron que su mamá no era bien querida por la familia de El Noruego. Había sido la cocinera de la familia. La despreciaban. Ellos pertenecían a una clase adinerada, dueños de una barca pesquera.

Desesperada, su mamá pidió consejo al párroco del pueblo, su cuñado, hermano del desaparecido pescador. Desde esa posición de privilegio aprovechó para recomendarle, convencerla, casi obligarla a entregar su bebé a las mojas del convento «para que la cuidasen en la emergencia».

En complicidad con el cura, las monjas dieron la niña en adopción a «una familia pudiente, capaz de alimentarla y cuidarla como Dios manda».

Los Montenegro vivían en las afueras del pueblo; eran un matrimonio mayor con una hija ya adulta. No eran pescadores, cultivaban sus tierras trabajando de sol a sol.

Los ojos de Andrea se humedecieron y una lágrima resbaló hasta caer sobre la baldosa roja del patio.

Sintió una gran angustia.

Había perdido todo contacto con su mamá, con su familia de pescadores.

Creció como campesina; por la mañana, cuando aún no despuntaba el sol, una jarra de sidra caliente por todo desayuno servía para dominar el frío de la madrugada y dar fuerzas para afrontar las pesadas labores del campo.

Antes de partir había que preparar el puchero para el almuerzo. Pudo sentir el peso y el tacto untuoso de aquel caldero de hierro que permanecería cociéndose toda la mañana sobre la hornalla de piedra, hasta el regreso al promediar el día.

Reconoció el olor apetitoso y hasta el sabor siempre igual del almuerzo, abundante y sustancioso.

Lavados los cacharros, hay que volver al surco o a la recolección de los frutos hasta el anochecer.

Sin sobresaltos ni alegrías, la vida transcurre monótona. La única distracción son los paseos con su amiga; conversan y ríen mientras juntan frutos y flores silvestres.

Si Santiago la hubiera observado bien habría notado un esbozo de sonrisa placentera en los labios y un pícaro destello en los ojos de su suegra, pero se lo llevaban ya los demonios.

Durante uno de esos paseos su amiga le contó muy asustada que el hijo del alcalde había tratado de levantarle las faldas Dios sabe con qué intención.

Andrea está muy indignada.

Sus mejillas enrojecen de rabia

En un recodo del camino aparece sorpresivamente el joven insolente tratando de repetir la hazaña.

Andrea, furiosa como está, siente cómo sus manos levantan del suelo una pesada piedra y cómo, lanzándola a la cara del depravado con tan buena puntería le revienta uno de sus ojos que estalla ensangrentándole la la cara.

La afrenta ha sido lavada y consolidada la amistad.

Una agradable sensación de paz invade ahora todo su ser, hasta tal punto que no ve cuando su yerno arroja las herramientas por el suelo y sale maldiciendo del lugar.

No sabe cuántos días pasó escondida de los hombres del alcalde, durmiendo bajo el viñedo, tapada apenas por una manta y comiendo las viandas que a hurtadillas lograba alcanzarle su amiga

Con pocos meses de diferencia sus padres adoptivos mueren dejándole los olivares como herencia y a su cuidado los dos pequeños hijos de su hermanastra, quien tiempo atrás había emigrado a la lejana América en busca de mejor suerte.

En los pueblos las noticias corren rápido y al enterarse de la situación de la heredera, aquel jovencito hijo del alcalde se presenta ante ella y le propone matrimonio. Andrea lo rechaza sin miramientos:

¡Casarse con un tuerto!¡Nunca!

Sin experiencia y urgida por el tiempo, pide consejo a su tío, el viejo párroco de la iglesia, el mismo al que había consultado su mamá cuando el trágico naufragio.

Amigo de soluciones drásticas, el religioso le aconseja viajar a América para reunirse con su hermanastra, pero hay un inconveniente insalvable: le está vedado viajar sola por ser menor de edad.

El párroco, hombre práctico y corrupto, le ofrece los servicios de su cómplice, un notario amigo suyo para falsear la documentación y hacerla pasar por adulta. A cambio le cobraría nada más que… las tierras del olivar.

Andrea es ya una atractiva muchachita de ojos grises y largos cabellos lacios muy rubios. Sola y muy joven aún, no se siente capaz de atender y administrar aquella enorme propiedad al tiempo que cuidar de sus sobrinos.

La injusticia flagrante sacudió su pensamiento.

Sus ojos volvieron al auto de Santiago, las herramientas desparramadas por el piso, las baldosas desiguales del patio y la parra trepada hasta el techo.

El estómago le indicó que ya era hora de comer algo.

Se incorporó, se levantó lentamente del sillón de hierros blancos y almohadón floreado y se dirigió a la cocina caminando muy despacito.

 

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