Kósquires

Amelia

Fernando Rusquellas

I – EL NACIMIENTO DE UNA AMISTAD

Había albañiles en casa. Terminaban los últimos detalles de la construcción de nuestra habitación, la de mi hermanito y mía, y de la galería, lugar que serviría como lavadero, comedor diario y lugar para otras actividades que incomodaban en las demás habitaciones.

El enorme montón de arena que el camión del corralón de materiales había volcado en la entrada, en el camino del «portón grande» fue una tentación para nosotros.

Apenas habíamos trepado sobre él, alguien golpeó las manos llamando desde la vereda. Nos estaba vedado abrir la puerta a ningún desconocido así que avisamos a mi mamá que bajó a atender a los recién llegados. Se trataba de una señora gordita y sonriente y de un señor de increíbles ojos celestes. Traían con ellos una nena delgadita, pelito oscuro y lacio con dos trencitas de moñitos blancos.

Mi mamá nos los presentó diciendo que eran los nuevos cuidadores que venían a ver la casa donde vivirían. Eran agradables, educados y parecían buenas personas. La señora gordita preguntó si la nena podía jugar en la arena con nosotros mientras ellos hablaban.

– Estos son Fernandito y Jorgito. – Contestó mi mamá preguntándole a la nena cómo se llamaba.

– Amelia… – Dijo ella tímidamente.

Para que no ensuciara su vestido de florcitas azules la señora gordita se lo quitó pasándolo por la cabeza mientras la nena levantaba sus bracitos al tiempo que fruncía la cara y cerraba los ojos al roce de la ropa.

La nena, vestida ahora sólo con una bombachita blanca trepó decididamente al montón de arena. Abundaron los túneles de arena fría y húmeda en contraste con la superficie seca calentada por el sol de la tarde. Pies y rodillas hundidos en la arena. Brazos atrapados al derrumbe de los castillos. Zapatos llenos de arena. Algún ojo cerrado y lagrimeando hasta arrastrar algún cristalito muy despacio con el dorso de la mano y seguir cavando con las manos, con las uñas…

Mientras construíamos puentes y casas Amelia y yo conversábamos sin parar riéndonos de las ideas y ocurrencias de mi hermanito y haciéndole preguntas que él contestaba con nuevas ocurrencias.

Amelia tenía un lunar muy visible en el blanco de su ojo izquierdo, era graciosa y usaba términos que yo no había oído antes, decía “adrede” por “a propósito”, “ajuera” por “afuera”. No decía “las gallinas” las nombraba como “la Orpinton” o “la Bataraza”, tampoco “los caballos” sino “el overo” o “el bayo”. Sabía los nombres de las calles por dónde habían llegado hasta mi casa. Yo no los conocía ni le había prestado atención hasta ese momento, por primera vez me enteré que había a pocas cuadras de casa una calle llamada “Hilario Ascasubi”. También nos contamos nuestros nombres y el de nuestros padres, que el de ella era Amelia y casualmente tenía el mismo apellido que su papá.

Al rato, concluidos los trámites para la mudanza, desde la “casa de los cuidadores” volvieron mi mamá y mi papá con la señora gordita y el señor de ojos celestes que desde ahora los llamaría Delia y Alfredo.

Sacudida la arena pegada por todo el cuerpo y vaciados los zapatos, el vestido de florcitas celestes volvió a cubrir el cuerpito de Amelia repitiendo a la inversa el proceso de brazos arriba y el paso dificultoso por la cabeza apretando los ojos, frunciendo la cara y tironeando de las trenzas.

La que sería una franca amistad había quedado sellada.

II – LA PIEZA

El trato inicial de mis padres con la familia de Amelia había sido por la ocupación de sólo una, la más grande, de las dos habitaciones de la “casa de los cuidadores”. Como hacía tiempo que la casa no estaba habitada la pieza más chica había sido utilizada como depósito del laboratorio.

Mi hermanito y yo teníamos ahora un dormitorio para nosotros solos y mi papá resolvió que la nena de los nuevos cuidadores tuviera también el suyo.

Sin consultarlo con nadie, ni siquiera con mi mamá, mandó retirar de la pieza chica todos los bártulos del laboratorio, preparó un balde de pintura verde muy parecido al que había hecho para nuestra pieza y el fin de semana pintó él mismo el cielorraso de blanco y las paredes verdes.

– Dejen secar la pintura y mañana podrán pasar la camita de Amelia a «su» dormitorio. – Le dijo a Delia, quien quedó descolocada y no supo que decir, ella no conoció el destino que mi papá tenía reservado para la habitación hasta que estuvo terminada.

Cuando en la madrugada volvió Alfredo de su duro trabajo en “La Cantábrica” no podía creer a su esposa cuando le contó cómo «el Dotor» había hecho él mismo ese trabajo para su hija.

Amelia estaba feliz con su pieza para ella sola y yo le regalé para adornarla, un bajorrelieve de yeso modelado por mí con la figura de un velero de tres mástiles y todo su velamen.

III – EL TEATRO

Estábamos en febrero y faltaba poco para nuestros cumpleaños, el mío el 17 y el de Amelia el 28. Para los festejos mi papá escribió una obra de teatro para la que debimos armar un escenario cerca de la pileta.

Cristian, mi primo, ayudó a construir una pared de ladrillos que limitando el proscenio del escenario lo separaba de la “platea”, sin olvidar un espacio para el pozo del apuntador.

El reparto de la obra quedó definido así: detective Tapón, Jorge; Don Pantaleón, Fernando; Armindora, esposa de Pantaleón, Amelia; y para el segundo papel femenino, una pasajera peligrosamente sensual, convocamos a Amanda, nuestra vecina y compañera de colegio de Amelia.

Preparamos los decorados de dos metros y medio de ancho por dos de alto engrudando y pegando varias capas superpuestas de papel de diario. Para la obra en dos actos pintamos el interior de un vagón de tren para el primero y una sala con cuadros en la pared para el segundo. Para ambientar el acto de magia que afanosamente preparaba Cachito, un decorado totalmente negro en el que aparecía, intermitentemente iluminado desde atrás un dragón chino con la boca abierta y para respaldo del concierto de guitarra y bombo legüero que ofrecerían los hermanitos Larco, un grupo de enormes flamencos rosados (nunca pude explicar por qué elegí flamencos rosados para ambientar gatos y chacareras).

Durante todo el mes ensayamos repetidamente nuestros papeles, hasta que llegamos al ensayo general con disfraces, luces, decorados, telón de boca y todo.

El día 17, como todos los años, fueron llegando tíos, primas y primos, mi abuela para la que preparamos un sillón con brazos y almohadón en el asiento. Nos reunimos apretadamente alrededor de la mesa de la glorieta para el chocolate de rigor, apagar las velitas y comer la torta.

Cuando oscureció se dispusieron las sillas a modo de platea frente al escenario, se apagaron las luces del jardín, se prendieron las de escena y se abrió el telón. La obra se desarrolló tal como había sido preparada y sin inconvenientes. Como era de esperar, al bajar el telón después del último acto todo el mundo aplaudió entusiastamente, sobre todo la actuación del detective Tapón que se llevó las preferencias del público.

Un entreacto prolongado con gran expectativa dio paso a la actuación del mago Cristian que dispuso unos atractivos cubos de diferentes tamaños y colores sobre una mesita ubicada en el centro del escenario y cubierta por un paño negro. Después de grandes demostraciones de “nada por aquí, nada por allá”, invocados los abracadabras que al sólo toque de la varita debían producir el acto mágico…no pasó nada…!Pero nada de nada!

Recién entonces el mago descubrió su terrible distracción. Había colocado meticulosamente y en perfecto orden los vistosos elementos para todos y cada uno de los actos de magia sobre una mesa oculta tras el decorado pero… olvidó armar los mecanismos y prepararlos para la función. De todas maneras fue largamente aplaudido para disimular el mal rato que estaba pasando.

Lo más rápido posible cambiamos el decorado y desde el proscenio presenté a los hermanitos Larco que aparecieron con sus instrumentos gauchescos.

Comenzaron a tocar mientras yo permanecía en el centro del escenario en actitud expectante. Se produjo un repentino silencio ya que nadie esperaba que fuera yo capaz de bailar y a la voz de ¡Adentro! desaparecí de golpe dentro del pozo del apuntador desde dónde alcancé a oír la voz de la más pequeña de mis primas que a carcajadas decía

– Adentro, y ¡pumba se cae en un pozo…!

El resto del concierto se desarrolló sin inconvenientes y el público se vio por fin libre de conversar intercambiando chismes familiares u opiniones políticas del momento.

IV – LO INCOMPRENSIBLE

Delia y Alfredo, a pesar de la insistencia de Amelia y mía, prefirieron quedar apartados y asistir a la función desde afuera, desde el otro lado del terraplén. Lo incomprensible fue que tanto Amelia como Amanda, participantes indiscutidas de la función, no fueron invitadas a participar de la reunión familiar ni del chocolate y la torta. Mi mamá envió para ellas y sus padres un plato con porciones de torta y otro con algunos bocadillos.

Nadie pareció darse cuenta.

Nadie reaccionó.

Para emitir un juicio benigno puede decirse que la estructura cultural del momento aceptaba naturalmente lo incomprensible. Todos los integrantes de aquella sociedad, como con un compromiso previo, actuaban sinérgicamente.

Sin embargo, atravesando el tiempo, perdura una herida en el alma.

V – EL MANDARINO

Aquel verano fue de los más calurosos que recuerdo. Los tíos de Amelia llegaron de visita con algún regalo para ella y un paquete grande de factura para el mate de la tarde. Alicia, su prima vestía un muy almidonado vestido blanco, manguitas cortas abuchonadas, con vaporosos volados en la falda y pechera primorosamente plisada.

Terminados los saludos del caso su mamá apuró a Alicia para que cambiara su vestido de salir por una vestimenta apropiada para jugar, blusita naranja y pantaloncitos cortos de color rojo algo descolorido por los sucesivos lavados.

Alicia tenía aproximadamente la edad de Amelia, de piel tostada y pelo castaño, mechones superficiales enrubiados denunciaban prolongadas exposiciones al sol del campo.

Al principio Alicia se mostraba algo tímida pero al cabo de un rato de compartir nuestros juegos dejó al descubierto su personalidad fascinante para nosotros. Trepaba a los árboles, se revolcaba por la tierra y gritaba como un animal salvaje. Sus ojos almendrados de brillante color verde contrastaban con la piel ahora más oscura por la transpiración y manchada por el polvo adherido. Resultó ser una extraordinaria compañera, así que quedamos en reencontrarnos después del almuerzo cuando los «grandes» se recostaran dormitando la siesta para disimular el calor agobiante abanicándose con una pantalla de cartón o de palma.

A esa edad la temperatura elevada no es motivo suficiente para interrumpir la actividad. Sentados en el suelo bajo la sombra del enorme aromo Amelia, mi hermanito de cuatro o cinco años y yo le informamos a Alicia del infame asalto que a diario sufría el mandarino a manos de una patota de «chicos de la calle» comandados por uno más grande que nosotros y que para colmo era el hijo de «La India», la inquilina del Buby.

Alicia era de armas tomar y le encantaban las mandarinas.

Como podría haberlo hecho un general experimentado nos arengó para la lucha y dispuso la estrategia a seguir para repeler el ataque. La seguimos sin discutir.

Divididos en cuatro frentes nos dispusimos cuerpo a tierra a cierta distancia del mandarino: el grupo 1, integrado por Amelia, detrás del formio, el 2, yo, Fernando, escondido tras la tuya, el 3, Jorge mi hermanito, cubierto por la carretilla llena de pasto y el 4, la Comandante Alicia, tras el canterito de iris. Todos los puestos contaban con un arsenal bien provisto de piedras de diferentes tamaños.

A una voz de Alicia desde los cuatro frentes disparamos piedras hacia la zona del mandarino para afinar la puntería y convencernos de la efectividad del ataque al tiempo que nos llenábamos de coraje.

La prueba fue exitosa.

Sólo faltaba aguardar al enemigo…

El silencio de la hora de la siesta hacía más tensa la espera, hasta que de pronto, pudimos ver cómo el jefe de la patota abría el portón silenciosamente y hacía una seña de avanzar al resto de los invasores que confiada y decididamente se dirigieron al mandarino.

Con las piedras en las manos crispadas esperamos la voz de fuego desde el puesto cuatro.

La primera mandarina arrancada fue el detonante de la orden de ¡AHORA!! …Y de las cuatro posiciones una lluvia de cascotes sorprendió a los atacantes que sin embargo intentaron un contraataque recogiendo y relanzando las piedras que recibían…

Entonces sucedió lo imprevisto.

Nuestra Jefa nos sorprendió a todos con su arrojo y valentía.  Sin previo aviso se puso de pié y disparó una baldosa entera que voló girando sobre sí misma y dio de canto precisamente en medio de la frente del jefe enemigo. La retirada de los invasores fue total y en desbande cuando vieron a su jefe bañado en sangre tomándose la cara con las dos manos y escapar corriendo hacia la calle.

Festejamos el triunfo con una panzada de mandarinas dulces y jugosas al pie del árbol.

Nunca más entraron los vándalos por nuestras mandarinas.

VI – EL ACCIDENTE

Merendamos, nosotros en casa y las dos primas con sus padres disfrutando del encuentro familiar.

Terminado el trámite regresamos al jardín dispuestos a continuar con los juegos cuando apareció Alicia transformada. Enfundada en su vestido blanco, la carita limpia y el pelo mojado. No parecía la misma guerrera furibunda de hacía apenas una hora.

Delia y Alfredo, los padres de Amelia, conversaban animadamente con sus parientes en franca despedida mientras Alicia se apuró por ir al baño de abajo antes de salir ya que el viaje sería largo.

Tardaba en salir más de lo esperado y como el día declinaba su mamá se ponía nerviosa por la espera.

Cuando por fin salió del baño tenía el vestido blanco completamente mojado desde el cuello hasta el ruedo, los ojos chorreando entrecerrados y la cara empapada …

Esto desencadenó un gran revuelo.

Sin mucho éxito la tía Delia se apuraba en secarla con su delantal.

Entre las dos mujeres arrastraron a la niña nuevamente adentro mientras se oían los gritos de la mamá retándola desesperada.

-¿Y ahora cómo vamos a viajar? la ropa sucia y el vestido mojado…¿Te parece que así estarás linda para viajar?…pero…¡¡tenés olor a pis!!

Yo no comprendía lo que estaba pasando hasta que Amelia se acercó y confidencialmente me confesó al oído con una sonrisa cómplice que Alicia, aprovechando que en este baño no hay inodoro convencional sino «silla turca» quiso comprobar exactamente “el sitio por dónde salía el pis”… y la posición adoptada para verlo produjo el accidente.

VII – LA CICATRIZ

Muchos años después de aquel día, recibí un paciente en mi Laboratorio de Análisis. Lo acompañaba su madre, muy delgada, pequeña, de tez muy oscura, los ojos pequeños rasgados y negros…

– Soy la inquilina de Buby... – Dijo humildemente y adoptando un gesto protector prosiguió con orgullo – …Y éste es mi hijo… – Era un muchacho morocho, fornido, vistiendo uniforme de guardia marina. – Necesita hacerse un análisis para el cuartel… – Dijo, y sacó del bolsillo del delantal una receta arrugada solicitando “Rh y grupo sanguíneo”.

Mientras le punzaba el dedo con la lanceta pude observar una antigua, profunda cicatriz que atravesaba en diagonal la frente del ahora guardia marina.

VIII – LA BATARAZA

El café con leche y algunas rebanadas de pan con manteca engullidos con avidez y premura, casi por obligación.

Después del desayuno salía casi en una estampida hacia el exterior. Me esperaban las emociones del día entre las plantas, el barro y nuestros animales favoritos. También, y muy especialmente, me esperaba Amelia, mi compinche, compañera y amiga, que también había terminado su desayuno. Esa mañana Amelia apenas había terminado su taza de leche y casi ni había mordido su pan. Tal era ansiedad por encontrarse conmigo

– ¡Ferna, Ferna…!! – Dijo casi sin voz y a punto de llorar – ¡Mamá dijo que hoy va a matar a La Bataraza !…

– No. La Bataraza es nuestra amiga y no la puede matar – Contesté con seguridad

– ¡Sí! !Dijo …que está vieja y …ya no pone huevos…y …que hará caldo antes de que se ponga mas vieja y dura!!

No recuerdo bien cómo nos pusimos de acuerdo. Debíamos tomar una decisión drástica y urgente: impediríamos el asesinato de nuestra vieja gallina, tan amiga como cualquier otro amigo.

Sabíamos que la ejecución, si era cierta la noticia, debía ser como toda ejecución, por la mañana temprano.

No había tiempo que perder.

Decididamente trepamos en silencio al techo del gallinero. Cuerpo a tierra para no ser vistos desde abajo y munidos por las dudas, de algunos elementos disuasivos.

En eso, pudimos ver azorados cómo Delia, la mamá de Amelia, atravesaba tranquilamente la puerta de alambre tejido del gallinero y sin más dilación llamó a La Bataraza que mansa y sumisa, acudió inocentemente a su encuentro…. La tomó entre sus manos y comenzó a desplumarle el pescuezo… En ese momento un bloque formado por dos o tres ladrillos unidos con cemento cayó violentamente desde el techo del gallinero exactamente sobre la cabeza de la infortunada mujer que en el acto soltó a La Bataraza para contener con sus manos la sangre que brotaba del cuero cabelludo bañando su cara.

Tambaleándose, la frustrada asesina salió como pudo del gallinero.

Nosotros bajamos inmediatamente para consolar a la pobre Bataraza que cacareaba todavía nerviosa por el atropello del que había sido víctima.

Luego supimos que mi papá debió llamar un “auto de alquiler” y acompañar a Delia hasta la Casa de primeros Auxilios de Ramos mejía donde le dieron varias puntadas en la herida y le pusieron un grueso parche blanco.

Increíblemente nunca nos retaron.

Nadie nunca volvió a referirse al suceso.

La Bataraza murió de vejez unos años después…

 


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