Kósquires

Al Mediodía, Ñoquis

Fernando Rusquellas

¡No, no y no! – Exclamó Adela al tiempo que golpeaba con la cuchara de madera sobre la mesa de la cocina.

Intentaba preparar la masa para los ñoquis pero sus esfuerzos para darle la consistencia necesaria reesultaban inútiles. Con el dorso de su mano izquierda enjugó las gotas de transpiración que ezcurrían por la frente convertidas en un engrudo pegajoso. Eran ya las 9 de la mañana y Filiberta llegaría a almorzar por primera vez después de la boda. El recuerdo de aquella accidentada ceremonia religiosa la ponía más y más nerviosa.

Alberto, ajeno a todo, recortaba el césped del jardincito del frente con lo que impresionaría favorablemente a su madre cuando llegara para almorzar.

Las papas para el puré habían retenido mucha agua y la sémola, medida según la receta, resultó escasa . Adela recurrió entonces al paquete de harina leudante que había quedado sin abrir desde la pizza del sábado, pero así y todo la masa parecía obstinada en no adquir consistencia. Para empeorar la situación con cada agregado el bollo se iba hacendo más y más grande. Temblando de impaciencia, Adela veía cómo el reloj de la pared avanzaba sin compasión hacia el mediodía. Agregó polvo para hornear, mucho polvo para hornear, otro huevo, un paquetito de lo que había sido levadura fresca y se había momificadp en la puerta de la heladera… y nada, aquello era un pegote imposible de ser amasado.

En un arranque de desesperación se abalanzó sobre el paquete del talco para los guantes de látex, se apoderó de él casi con furia, lo volcó sobre la masa rebelde y con ambas manos la amasó con violencia.

El resultado fue estupendo.

Recordó entonces su habilidad con las barritas de plastilina que le había regalado el tío Adolfo cuando era pequeña y fácilmente logró darle forma. En perfecto órden sobre la mesa de madera, se fueron alinenado uno tras otro largos y prolijos cilindros de blanca masa esponjosa.

Lo que siguió fue simple rutina, el cuchillo cortó los cilindros en trocitos iguales, un tenedor modeló las estrías, el dedito del corazón los ahuecó y un leve papirotazo los liberó.

¡Al fin, ñoquis!

Una llovizna de harina hábilmente espolvoreada los preparó para secar sobre un impoluto papel blanco.

Adela suspiró aliviada. Subió a refrescarse, se lavó la cara y las manos enharinadas y mudó de ropa. Debía lucir impecable a la hora de recibir a Filiberta. La suegra. La mamá de Alberto.

Adela y Alberto se aseguraron que todo estuviera perfecto y revisaron por centésima vez todos los detalles.

El mantel de hilo bordado por la abuela Francisca.

Los platos sobre la mesa y los cubiertos impecablemente lustrados.

El servilletero con las servilletas de papel prolijamente dobladas en triángulo.

La salsera de loza inglesa heredada de la familia aguardaba en la cocina el último toque de calor a la salsa para estar a punto en el momento oportuno.

La silla para la visita ocupando un lugar de privilegio junto a la ventana del jardín.

La olla con el agua hirviendo para sumergir los ñoquis en el momento oportuno.

De pronto unos golpes en la puerta anunciaron la llegada.

¡Por qué no ponen un timbre, caramba, no me gusta colpear la puerta como una mendiga! – Dijo a modo de saludo Filiberta.

Una rápida inspección de Filiberta a la prolija mesa del comedor la hizo declarar:

-A mí me ponen servilleta de tela, las de papel me desagradan..

Bajo la mirada crítica de Filiberta, Adela y Alberto levantaron el papel blanco con los ñoquis y los volcaron todos de una vez en el agua hirviendo.

Filiberta, empuñando un tenedor dictaminó: – Así está mal, hay que hecharlos de a poco, a medida que suben… – Y, usando el tenedor a modo de arpón, ensartó el primer ñoqui que subió a la superficie y lo engulló protestando: – ¿No ven? ¡Ahora está demasiado caliente!

Algunos de los nuevos ñoquis que flotaron corrieron la misma suerte, pero muchos más que llegaron a la superficie continuaron ascendiendo fuera del agua hirviente, en el aire. No sólo se mantenían flotando en la atmósfera sinó que segundo a segundo se inflaban aumentando de tamaño, de tal suerte que de tan livianos subieron y subieron hasta casi tocar el cielorraso de la cocina. Bamboleándose como un globo también Filiberta comenzó a flotar en el aire mientras atrapaba desesperadamente con ambas manos cuanto ñoqui inflado se ponía a su alcance, y más subía cuantos más engullía.

Una ligera brisa que entró por la ventana arrastró aquella nube de ñoquis, de la que Filiberta ahora formaba parte, hacia afuera, hacia el cielo lejano.

-¿A dónde vas, mamá…,? – Preguntó a los gritos Alberto, visiblemente angustiado.

En la mañana siguiente, un recuadrito de página interior en un diario de Montevideo informaba que algunos vecinos aseguraban haber visto un extraño objeto volador no identificado alrededor del que giraban otros más pequeños.

¡No, no y no! – Exclamó Adela al tiempo que golpeaba con la cuchara de madera sobre la mesa de la cocina. Intentaba preparar la masa para los ñoquis pero sus esfuerzos para darle la consistencia necesaria reesultaban inútiles. Con el dorso de su mano izquierda enjugó las gotas de transpiración que ezcurrían por la frente convertidas en un engrudo pegajoso. Eran ya las 9 de la mañana y Filiberta llegaría a almorzar por primera vez después de la boda. El recuerdo de aquella accidentada ceremonia religiosa la ponía más y más nerviosa.

Alberto, ajeno a todo, recortaba el césped del jardincito del frente con lo que impresionaría favorablemente a su madre cuando llegara para almorzar.

Las papas para el puré habían retenido mucha agua y la sémola, medida según la receta, resultó escasa . Adela recurrió entonces al paquete de harina leudante que había quedado sin abrir desde la pizza del sábado, pero así y todo la masa parecía obstinada en no adquir consistencia. Para empeorar la situación con cada agregado el bollo se iba hacendo más y más grande. Temblando de impaciencia, Adela veía cómo el reloj de la pared avanzaba sin compasión hacia el mediodía. Agregó polvo para hornear, mucho polvo para hornear, otro huevo, un paquetito de lo que había sido levadura fresca y se había momificadp en la puerta de la heladera… y nada, aquello era un pegote imposible de ser amasado.

En un arranque de desesperación se abalanzó sobre el paquete del talco para los guantes de látex, se apoderó de él casi con furia, lo volcó sobre la masa rebelde y con ambas manos la amasó con violencia.

El resultado fue estupendo.

Recordó entonces su habilidad con las barritas de plastilina que le había regalado el tío Adolfo cuando era pequeña y fácilmente logró darle forma. En perfecto órden sobre la mesa de madera, se fueron alinenado uno tras otro largos y prolijos cilindros de blanca masa esponjosa.

Lo que siguió fue simple rutina, el cuchillo cortó los cilindros en trocitos iguales, un tenedor modeló las estrías, el dedito del corazón los ahuecó y un leve papirotazo los liberó.

¡Al fin, ñoquis!

Una llovizna de harina hábilmente espolvoreada los preparó para secar sobre un impoluto papel blanco.

Adela suspiró aliviada. Subió a refrescarse, se lavó la cara y las manos enharinadas y mudó de ropa. Debía lucir impecable a la hora de recibir a Filiberta. La suegra. La mamá de Alberto.

Adela y Alberto se aseguraron que todo estuviera perfecto y revisaron por centésima vez todos los detalles.

El mantel de hilo bordado por la abuela Francisca.

Los platos sobre la mesa y los cubiertos impecablemente lustrados.

El servilletero con las servilletas de papel prolijamente dobladas en triángulo.

La salsera de loza inglesa heredada de la familia aguardaba en la cocina el último toque de calor a la salsa para estar a punto en el momento oportuno.

La silla para la visita ocupando un lugar de privilegio junto a la ventana del jardín.

La olla con el agua hirviendo para sumergir los ñoquis en el momento oportuno.

De pronto unos golpes en la puerta anunciaron la llegada.

¡Por qué no ponen un timbre, caramba, no me gusta colpear la puerta como una mendiga! – Dijo a modo de saludo Filiberta.

Una rápida inspección de Filiberta a la prolija mesa del comedor la hizo declarar:

-A mí me ponen servilleta de tela, las de papel me desagradan..

Bajo la mirada crítica de Filiberta, Adela y Alberto levantaron el papel blanco con los ñoquis y los volcaron todos de una vez en el agua hirviendo.

Filiberta, empuñando un tenedor dictaminó: – Así está mal, hay que hecharlos de a poco, a medida que suben… – Y, usando el tenedor a modo de arpón, ensartó el primer ñoqui que subió a la superficie y lo engulló protestando: – ¿No ven? ¡Ahora está demasiado caliente!

Algunos de los nuevos ñoquis que flotaron corrieron la misma suerte, pero muchos más que llegaron a la superficie continuaron ascendiendo fuera del agua hirviente, en el aire. No sólo se mantenían flotando en la atmósfera sinó que segundo a segundo se inflaban aumentando de tamaño, de tal suerte que de tan livianos subieron y subieron hasta casi tocar el cielorraso de la cocina. Bamboleándose como un globo también Filiberta comenzó a flotar en el aire mientras atrapaba desesperadamente con ambas manos cuanto ñoqui inflado se ponía a su alcance, y más subía cuantos más engullía.

Una ligera brisa que entró por la ventana arrastró aquella nube de ñoquis, de la que Filiberta ahora formaba parte, hacia afuera, hacia el cielo lejano.

-¿A dónde vas, mamá…,? – Preguntó a los gritos Alberto, visiblemente angustiado.

En la mañana siguiente, un recuadrito de página interior en un diario de Montevideo informaba que algunos vecinos aseguraban haber visto un extraño objeto volador no identificado alrededor del que giraban otros más pequeños.

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