Un Lestodonte en el Cielo
Fernando Rusquellas
Visitando a unos, despertando a otros, recorrí, casi sin quererlo hasta los rincones más apartados.
A medida que avanzaba por zonas irreconocibles y menos pobladas, noté que la oscuridad era cada vez más y más profunda.
Un aire helado y un silencio sobrecogedor invadieron el ambiente hasta entonces cálido y agradable. A mi pesar avancé con cualquier rumbo ya que sin que nadie me lo hubiera dicho, supe que todas las direcciones llevaban en el mismo, único sentido. Guiándome apenas por los sonidos, repetidos en ecos interminables, reconocí haber llegado a un lugar muy grande. Olía a humedad y encierro. El reflejo apenas vislumbra ble proveniente de algún lugar oculto guió mis pasos hacia un recodo.
Una lámpara de aceite iluminaba, oscilante, una amplia área del túnel excavado en rocas tan negras que los objetos parecían suspendidos en el vacío.
Allí, la rodilla derecha en tierra, la mano izquierda sosteniéndose en una pala clavada en la turba vi a un hombre corpulento de larga y abundante barba rubia, casi blanca. En la mano derecha portaba una pequeña piqueta con la que escavaba ansiosamente pero con gran meticulosidad.
Algo más lejos, perdiéndose en la oscuridad, otros hombres, ennegrecidos por el polvo de la hulla, transportaban negros baldes cargados de piedras negras. Cruzábanse unos con otros, sin dirigirse la palabra. De cuando en cuando obedecían alguna orden que desde su posición de trabajo emitía el de la barba blanca en un difícil castellano.
Mi curiosidad hizo que me aproximara para observar el objeto que con tanto ahínco pretendían exhumar aquellas personas. Las piedras bajo mis pies resbalaron unas sobre otras y yo con ellas, en una suerte de avalancha recorrí sentado los cuarenta o cincuenta metros que me separaban de aquel vikingo.
Aparentando sorpresa dejó la piqueta a un costado, puso su mano en la cintura como sosteniendo un riñón dolorido y dirigió la vista hasta encontrar la mía. Sus ojos grises emitían una luz brillante y helada y las pocas zonas de piel libres de barba dejaban ver una blancura casi transparente.
– Sabía que vendrías. – Dijo.
Me había reconocido en el acto. Si bien su expresión permaneció inmutable parecía estar feliz de que alguien se acordara de él y viniera a visitarlo. A pesar de su parquedad me enteró de la razón por la que desde hacía más de dos siglos dirigía en persona la excavación y ensuciaba sus propias manos al exhumar las partes más delicadas.
– Esto comenzó cuando Simón me comunicó la novedad. – Explicó mientras acariciaba su barba sedosa. – A pesar de ser negro el hombre es inteligente y se dio cuenta que no son piedras comunes como las que se hallan todos los días…
Su semblante cambió de repente, bajo el hollín de su cara se descubría la estirpe noble a la que pertenecía.
– Ordené detener toda excavación comercial.– Dijo, y sus facciones se endurecieron aún más. – Todo el personal, todo el capital, todo el esfuerzo fueron ocupados en rescatar el tesoro de su tumba de millones de años.
Noté que la explotación de la mina había sido interrumpida definitivamente. Nos incorporamos dando tumbos entre las piedras betuminosas y sin decir más me tomó de los hombros con ambas manos en un gesto autoritario aunque paternal. En silencio, sin aflojar sus manos, me observó detenidamente. Un escalofrío recorrió mi médula espinal de un extremo al otro mientras dos puntos de luz azul recorrían mis facciones palmo a palmo.
Sin saber cómo yo fui él, y un dolor infinito se clavó en mi alma. Gruesas lágrimas brotaron incontenibles de mis ojos, como saldando una deuda impaga desde largo tiempo.
La temperatura parecía haberse elevado haciéndose menos insoportable. Sólo entonces sus manos de hielo aflojaron la presión sobre mis hombros y buscaron en las profundidades de un bolsillo interno de su grueso saco de cuero. Era un pequeño boceto al lápiz de una hermosa cara de mujer.
Trepamos dificultosamente una escala rudimentaria que me pareció interminable. La superficie, a pesar del sol mortecino que apenas brillaba en el cielo seguía resultándome inhóspita. Caminamos hasta un techado de dimensiones desmesuradas y con un gesto me invitó a entrar.
– El Dr. Romeo es paleontólogo, me asesora en toda esta aventura. – Dijo a modo de presentación.
– Geólogo. – Corrigió suavemente Romeo – La paleontología es para mí sólo un juego, un entretenimiento que agiliza la mente, una incursión en los tiempos de la biología… En cierto modo es la madre de la Geología. Bueno, hablaremos de eso en otro momento… – El Dr. Romeo tomó entonces una pluma de ganso, la mojó en el tintero y pintó bigotes al prolijo dibujo de un Lestodonte que colgaba de la pared.
La temperatura parecía haberse elevado haciéndose menos insoportable.
Más allá, unos herreros corpulentos, como enormes estatuas inexpresivas martillaban gigantescos soportes para mantener en pié, artificialmente resucitado al fenomenal Lestodonte.
El rompecabezas listo para armar sería enviado como presente a Su Majestad el Rey de Noruega, país natal del noble y poderoso Conrad, enriqueciendo el Real Museo de Ciencias Naturales de Oslo.
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