Kósquires

Sasafrás, Semecarpus y la Mandolina Dorada

Fernando Rusquellas

– I –
La Despedida

De estatura pequeña y movimientos graciosos, cabellos renegridos, cutis inmaculado y blanco como la leche, Sasafrás,  derrochando su risa tintineante y contagiosa se ve atractiva y sensual.

En sus movimientos hay algo primitivo, casi salvaje. Semecarpus, su eterno enamorado es de piel cetrina y brillante, siempre sonriente no deja de exibir una dentadura generosa ante el más insignificante mohín de Sasafrás.
Parece tratarse de la pareja ideal, amor eterno y mutua correspondencia.
Semecarpus no intenta ocultar su pasión febril hacia ella, agudizada hasta límites indescriptibles cuando percibe a la distancia su aroma fresco y perfumado…
La vida de Sasafrás crece, se prolonga indefinidamente al más ligero roce con su amado. Es ella el único ser sobre la Tierra capáz de calmar los irrefrenables arrebatos de Semecarpus.
Pero… Sasafrás nació en América del Sur y no podría alejarse de su tierra sin perder la felicidad y hasta la vida. Semecarpus, en cambio, permanece unido a sus ancestros en la India lejana.
Cuando están juntos las enormes distancias no parecen interponerse entre ellos.
Se suceden largos peíodos en que los amantes no reciben noticias el uno del otro, razón suficiente para hacer más enternecedores y fogosos sus encuentros. Tomados de la mano recorren las calles, trepan empinadas escaleras, frecuentan restaurantes y confiterías, saborean manjares locales o exóticos, concurren a espectáculos teatrales y circenses, asisten a cursos y conferencias científicos o filosóficos, visitan exposiciones de arte, peñas folklóricas, gozan por igual la lírica o refinados conciertos sinfónicos… Embelesados, indiferentes, ajenos al mundo que los rodea, ignoran la presencia y la mirada indiscreta de cientos o tal vez miles de personas extrañas.  
Saben de la inevitable fugacidad de aquellos huidizos instantes de amor y lujuria.
Durante uno de sus paseos por Palermo se sentaron muy juntos en el tronco de un ceibo que se   inclinaba peligrosamente, como mirándose en el espejo verdoso del lago. Sasafrás sorprendió entonces a su compañero con una pregunta:
– ¿Qué es la ausencia… qué la muerte?  
Semecarpus pareció no dudar ni un instante:
– ¿La ausencia, la muerte?… no existen. Ni la una ni la otra.
– …¿Cuando no estás…? – Intentó Sasafrás.
– Existe la presencia, la vida… la ausencia y la muerte son sólo abstracciones… – Permanecieron largo rato en silencio con las manos muy apretadas.
Una pareja de palomas blancas que sólo unos instantes antes se arrullaban en la rama más alta del olivo voló intempestivamente al tiempo que innumerables hormigas abandonaron su carga de pétalos y brotes verdes para sumergirse silenciosas, aterradas, en su madriguera subterránea.  
El final es inevitable.
La ley ancestral debe ser cumplida.
Ambos, de común acuerdo, conocen y aceptan un destino inexorable.
Imposible conocer el momento de la fractura.
Semecarpus, como por designio divino parece albergar el secreto último de la vida, el don de prolongarla en el tiempo. Sin embargo, y muy a su pesar sabe que existe un límite. Sabe también que sobrepasarlo determina el fin.
La Naturaleza es implacable, insobornable, insensible.
– La muerte, la eterna muerte… ¿Una abstracción? ¿Nada más que una abstracción…? – Pensó para sí Sasafrás poco convencida.
Las hormigas, no conformes con haber desaparecido en la profundidad de su cueva, clausuraron el orificio de entrada con minúsculas partículas de tierra amasada con saliva.
Es exactamente en este momento en que surge, agresiva, la pregunta obligada: ¿Dónde se esconde la Mandolina Dortada, cuál es el secreto?
La respuesta no aparece y un ligero escalofrío recorre el espinaso de los enamorados.
Semecarpus intenta disimular su angustia con una sonrisa exibiendo su blanca, impecable dentadura. Sasafrás no se engaña, siente la pulsión irrefrenable de aferrarse fuertemente a él.  
El tiempo parece correr demasiado rápido. Faltan poco días para que el océano se interponga nuevamente entre ambos.
Podía oirse el arrullo lejano de un par de palomas.
Como todos los años la historia se repetirá.

Aguardar al cartero. Un trozo de papel manuscrito con el perfume de las manos añoradas.  La pantalla de la PC con el aséptico mensaje electrónico.  
Evocación de una presencia inalcanzable.
Ausencia… y la idea se repite con insistencia:

– ¿Es también la ausencia una abstracción?…¿Sólo una abstracción?…
En la frágil seguridad de unos brazos tibios, Sasafrás se adormeció plácidamente.
El secreto espectro de la Mandolina Dorada sobrevoló en silencio aquel momento, eternizándolo.

– II –
La Angustia

Día tras día, año tras año, ansiosa, Sasafrás corría ilusionada con cada vuelo procedente de oriente y se la veía regresar abatida a su habitual asiento en la cafetería.          
Sasafrás no perdía la esperanza en un regreso que parecía imposible.
Pasaron crudos inviernos, helados y lluviosos, veranos de soles abrasadores, otoños grises y oscuros, llegaban también primaveras luminosas, los balcones se poblaban de flores, las mariposas retozaban en el aire y los perfumes de la vida invitaban al amor.
Sasafrás esperaba… Esperaba…                             
Los vuelos aterrizaban y despegaban, uno tras otro, pero el ansiado arribo no aparecía. La decepción y el desánimo comenzaron a roer el alma de Sasafrás.
Los amigos temían por su salud y le presentaron hermanos solteros, compañeros de trabajo, algunos bien parecidos y otros no tanto. Los hubo altos, bajos, robustos, delgados, rubios y morochos. Sasafrás se deshacía de ellos con asombrosa habilidad.
Ella esperaba.
Esperaba.

-III –
La Pampa Natal

-¡Ahh, si estuviese el Tío Glauco…! – Repetía Ña Klebsiella por milésima vez cada mañana mientras pelaba las papas para el almuerzo o desgranaba el maíz para las gallinas.
Ustedes no tienen memoria…, pero yo sí, recuerdo todas sus palabras, sus sentencias, sus mensajes p’a los jóvenes…, que vendríamos a ser nosotros, por que en aquella época éramos jóvenes también…– Y luego de emitir un sonido desafinado se limpió la nariz congestionada con el volado del delantal de cocina, que lucía como almidonado por las reiteradas veces que había repetido la operación.
Junto al fogón, ahora en desuso desde la llegada del gas al caserío, Flora, la gatita carey, limpiaba prolijamente con su áspera lengua el plato inglés de loza decorada donde Ña Klebsiella prepararía, en cuanto se hubieran cocido las papas, el puré para la beba de la Prudencia.
-¡ Ahh, si estuviese el Tío Glauco…! – Se lamentaba Ña Klebsiella – Él, con su sabiduría habría podido explicarnos esa aparición tan sorpresiva, cuando nadie la esperaba ¿De – dón – de pudo haber salido semejante beba?Revoleando los ojos, el consabido sonido desafinado precedió al rápido, automático  impulso de refregar el volado del delantal por la nariz.  – Al fin de cuentas… – Razonaba en voz alta – …no es más que una beba como todas las demás… ¡Ahh, si estuviese el Tío Glauco!  –  Y  repetía la ceremonia del delantal que ya comenzaba a mostrar un brillo particular.
– ¡Pareciera que esa beba hubiese brotado de repente del catrecito de La Prudencia…! – Y el volado del delantal recibía otra dosis de aquel humor pegajoso. – ¡Qué julepe se habrá pegado la pobrecita cuando se le apareció la beba, así de golpe!… ¡ Ahh, si estuviese el Tío Glauco…!
Entonces un recuerdo luctuoso desplazó por unos instantes su actual preocupación. Se infiltraban, insistentes en su memoria las imágenes impiadosas de aquel nefasto día, como si se solazaran ante el dolor de Ña Klebsiella: allá lejos, en el Camino Seco, una inesperada nube de polvo que se acercaba velozmente había despertado su curiosodad.
Luego de un ruido indescifrable se apresuró a secar su nariz con los ya lustrosos volados del delantal al tiempo que, moviendo la cabeza de lado a lado comentó como en una letanía, casi un murmullo:
– ¡Semejante beba… aparecer así de golpe, en su propio catre!…
La Prudencia, sentada en el tronco de la higuera amamantaba a la pequeña Inulina. Indiferente a todo, con la mirada perdida en el horizonte, simulaba no escuchar los comentarios de Ña Klebsiella.
Con infinita paciencia, una araña imaginaba atrapar aquella mariposa que la desafiba revoloteando peligrosamente  junto a su tela.
Unos metros más allá, protegido por la sombra del paraíso, el Enchufao, lo llamaban así desde su accidente con el nuevo velador eléctrico, el mate frío a medio consumir en la mano, simulaba dormitar mientras espiaba por el rabillo el pecho semidescubierto de la Prudencia.
Los recuerdos de Ña Klebsiella llegaban en tropel desplazando a la realidad, su corazón dió un salto y el volado del delantal resbaló nuevamente por su nariz inflamada y húmeda. Por centésima vez le pareció ver al Balurdo, el viejo caballo del Tío Glauco, levantando una polvareda en el Camino Seco, los ojos desorbitados, resoplando y echando espuma por la boca. Había llegado a todo galope, desbocado, trayendo a la rastra el cuerpo sin vida del Tío Glauco, semidesnudo, con la garganta destrozada y la boca abierta. La rigidez denunciaba muchas horas en las que el fiel Balurdo había galopado con su patrón a remolque.
Nadie fue capáz entonces de imaginar siquiera quién pudo haberlo asesinado tan despiadadamente.
Los esfuerzos que habían hecho las comadres por cerrar la boca y los ojos del occiso resultaron inútiles, no hubo pañuelo ni cincha capáz de vencer la implacable tenacidad de aquella quijada.
-¡Ahh, si estuviese el Tío Glauco…! – Razonaba para sí Ña Klebsiella – Él sí que habría sabido como cerrarla…  – Mientras el último choclo amarillo caía desgranado por sus manos callosas.
Las imágenes se renovaban ahora con más realismo que antes: …la noche se había ido haciendo larga. Los mozos, desconsoladamente apenados, se habían reunido alrededor del féretro, alternándose para narrar entre lágrimas mal contenidas las increíbles anécdotas del difunto, cada vez más fantasiosas a medida que avanzaban las horas. El frío de la noche había empezado a hacerse notar y entre anécdota y anécdota, para confortar a la concurrencia, algunos tragos de ginebra trocaron dolor  por competencia para definir quién narraría la aventura más fantástica e increíble del desafortunado Tío Glauco.
La confrontación había ido creciendo y creciendo, y para evitar discusiones que pudieran desembocar en un desenlace violento decieron de común acuerdo dejar la decisión a cargo de la suerte. Los apenados deudos habían juntado las monedas que llevaban en los bolsillos y se apostaron con gran respeto frente al féretro:  La boca abierta 100, sería la máxima calificación. Los ojos y candelabros de cabecera definirían los puntajes menores. En apenas unos minutos quedó organizado un improvisado “sapo”.
 – No comprendo cómo el Tío Glauco se prestó para esto… – Murmuró desconcertada Ña Klebsiella.
El número mayor había definido la partida y todos, algunos a regañadientes, aceptaron la decisión de la suerte: fue seleccionada como la mejor y más audáz aventura aquella payada memorable del Tío Glauco con un loro barranquero.    
-¡Ése, ése era el Tío Glauco, sí señor…! – Suspiró Ña Klebsiella levantando la vista al cielo y refregando su nariz esta vez con el dorso de su mano derecha.
Vuelta de su ensoñación, la vieja retomó con nuevo ímpetu la operación de pelar las papas para el almuerzo.

– IV –
 La Justicia

En la tranquila inmensidad de la pampa los pastos amarillos por la falta de agua simulaban temblorosos oleajes bajo el aire caliente.
El Balurdo, compungido, relinchaba lastimeramente añorando la voz de su patrón. Parado junto a la tumba del Tío Glauco mordisqueaba con proligidad y paciencia las hojitas verdes que brotaban insistentes del madero central de la cruz, que debido a lo inesperado de la defunción se había improvisado con el tronco aún verde del guindo.
Un pesado y atolondrado abejorro sin percatarse de su presencia, atropelló la tela con tal fuerza que la destruyó llevandose algunos hilos adheridos a sus patas. Una vez más la araña debió ayunar.
La Prudencia, que había descubierto las miradas furtivas de El Enchufao, dejó al descubierto como al descuido algo más de su exuberante anatomía al tiempo que la beba se adormilaba satisfecha.
Un gorrión rompió la tranquilidad del momento revoloteando y piando con insistencia, casi irrespetuosamente, alrededor de la cabeza de El Balurdo, tocándole casi el hocico con las alas. Al principio El Balurdo pareció molestarse y sacudió la melena hacia uno y otro lado, pero de pronto pareció comprender el mensaje, levantó las orejas y su expresión de tristeza se trocó en furia. Guiado por el gorrión galopó tras él hacia el árbol donde algunas gallinas dormitaban tranquilamente la siesta.  Relinchando enojado dió dos o tres coces al tronco. La sorpresa desató una andanada de cacareos en medio de un desordenado batir de alas.
De nuevo el revoloteo y el insistente piar del gorrión desató una estampida de gallinas, pájaros de todas las especies, caballos y hasta algunas ratas que salieron como disparadas de sus cuevas para sumarse a la partida en pos de El Balurdo. Partieron con un bochinche ensordecedor en dirección al poniente levantando una fenomenal polvareda.
– ¡Ahh si estuviese el Tío Glauco! – Gritaba Ña Klebsiella más sorprendida que asustada al tiempo que refregaba su nariz con el delantal.

– ¡Él sí que hubiese sabido lo que les pasa a estos bichos…!
– ¡Se jueron disparando como alma que lleva El Malo… p’al bosque de ucalitos…! – Exclamó el Enchufao abandonando su disimulado puesto de observación.
La Prudencia cubrió a la bebé con la mantita, se acomodó la blusa y a medias palabras arriesgó:
– El gorrión sabía algo y deschavó… me parece a mí…digo…
– ¿Cómo que sabía algo…?¿Algo de qué?¿De qué hablás?¿Vos sabés algo acaso?– Preguntó Ña Klebsiella sin dar tiempo a contestar. –  ¡Ahh si estuviese el Tío Glauco!…él sabría… no sé qué sabría, pero algo sabría…
– Y… no sé pero a ese gorrión lo escuché cuchicheando anoche con otros pájaros… algo saben, seguro que algo vieron.– La Prudencia parecía saber algo más pero temía las bromas pesadas de los demás.
– ¿Algo de qué?¿Qué cosa es la que vieron? ¿Qué pudieron haber visto unos pájaros? – Insistía pesadamente Ña Klebsiella sin dar descanso a su nariz enrojecida.
– ¡Lo del asesinato, Ña Cleb…! (En la intimidad le decían “Ña Cleb” con “C”) ¡Lo del  Tío… ya sabe… tal vez hayan visto quién fue el que lo hizo…- Contestó de mala gana La Prudencia obligada ante la exasperante ansiedad de Ña Klebsiella.
– ¡Ahh si estuviese el Tío Glauco! Sólo él sabría qué pensar de este disparate… – Refunfuñó desconcertada Ña Klebsiella.
Se fue haciendo noche y alrededor del rancho reinaba un desacostumbrado silencio, no se oían rebusnos ni cloqueos ni el piar de gorriones, hasta los grillos del campo parecían haberse llamado a silencio. Más tarde se desató una atemorizante tormenta con poderosos truenos y relámpagos que iluminaron  hasta los rincones más escondidos del rancho. La lluvia arreció sin piedad hasta muy entrada la madrugada.
Amaneció por fin. La calma y la normalidad volvieron al pago, El Balurdo y las gallinas habían regresado.
Algo más alejada, junto a la tumba del Tío Glauco, se amontonaba una multitud de gorriones piando enardecidos, volaban repetidamente sin alejarse a más de un metro cada vez para de nuevo abalanzaerse violentamente y picar con saña a una temblorosa masa de plumas verdes que se debatía en el suelo sin lograr evadir el ataque.  
En eso se pudo escuchar el sonido de un trote acompasado y apareció El Balurdo, con aire triunfal, montado por El Don Pistola,  comisario del pueblo, que embutido en su uniforme de gala, que usaba  sólo para las grandes ocasiones, desmotó justo al lado de la tumba donde los gorriones justicieros atormentaban a su víctima.
¡No hacía falta picarlo tanto…chee ! – Sentenció El Don Pistola, obligado a decir algo y hacer valer su autoridad – ¡Habría bastado con sostenerlo p’a que no se me profugue…! – Se agachó y colocó las esposas en las patas temblorosas del loro barranquero tras lo que recitó ceremoniosamente sus derechos. – Loro bayanquero, queda usté encanao preventivamente, sospechao de homicidio en patota’é cotorras y agrvao por mal perdedor de payada. – Dicho esto el comisario lo metió en la jaula que había traído a tal efecto y se dispuso a regresar a la comisaría con la convicción del deber cumplido.
La Prudencia enfrentó decida a El Don Pistola y sin más le plantó a la bebé en los brazos. – ¡Tu hija! – Le espetó, gozando con malicia de la sorpresa de El Don Pistola.
– ¡Pero si es igualito…! – Exclamaron los presentes casi al unísono – ¡Solo le falta el bigote…! – Agregó alguien maliciosamente y en voz baja.
– ¡Ahh si estuviese el Tío Glauco! – Dijo entusiasmada Ña Klebsiella. –¡Cómo gozaba de estos finales felices…!  – Limpió su nariz por última vez con el volado del delantal y expiró.

– V –
El Regreso

En un atardecer frío y húmedo un perro flaco revuelve la basura mientras no aparece el camión recolector, algunos pájaros negros vuelan describiendo círculos. Más arriba, cerca del cielo, siguiendo un itinerario fijado por sus ancestros emigra una bandada de patos silvestres.  
Sasafrás, ya sin fuerzas, derrotada, decide regresar al pago que la vió nacer.
El ómnibus se desliza casi en silencio por las calles angostas de la ciudad mientras las gotas de una lluvia persistente parecen sostenerse con dificultad adheridas a los vidrios empañados de las ventanillas. De cuando en cuando, empujadas por la vibración de un empedrado interminable, algunas de ellas se juntan, se fusionan y resbalan convertidas en un arrollito que se pierde allí abajo.
Adormecida por el suave traqueteo, Sasafrás imaginaba por adelantado el encuentro en pocas horas más, los abrazos, los saludos, los besos…
Un barquinazo en la calle mojada la sacó de su ensueño, y la mosca que esperaba el final de la lluvia para volar al sol se corrió apenas unos centímetros en el ángulo de la ventanilla donde se había refugiado.
Los edificios de la gran ciudad van quedando atrás, remplazados por las casas bajas de las poblaciones aledañas. El sol se apura para esconderse drfinitivamente en el horizonte. La bruma, rojiza primero, se vuelve espectacularmente dorada y se oscurece por fin en un final apoteótico en que parecen findirse como en un abrazo el suelo húmedo y el cielo profundo.
La extensión infinita.
Junto a la tranquera la aguardaban en silencio viejos amigos, parientes y vecinos, hasta El Balurdo emitió un relincho melancólico al verla llegar abatida, con la cabeza baja y la mirada triste. La araña del nogal abandonó su tela a medio tejer y se refugió, inmóvil, tras una hoja seca. Los grillos interrumpieron su habitual concierto nocturno, las flores del estanque cerraron su corola y los sapos no croaron esa noche como era su costumbre.
Sasafrás, apenas llegada de la ciudad, se acercó confundida al lugar donde yacía inmóvil el cuerpo  de Ña Klebsiella. Apoyó su mano derecha sobre la frente de su madre y con un leve movimiento cerró sus párpados para siempre.

– VI –
Las Ausencias

    Sentada al borde de una cama preparada para ella con el amor que sólo una madre podría haberlo hecho, Sasafrás recordó su infancia feliz, el concierto de sapos y grillos en las noches de verano, en las madrugadas heladas el desayuno con leche tibia recién ordeñada…, y como en un sueño le pareció oir las voces de aquella conversación hace tanto tiempo olvidada:
– “Sabe mamá, anoche, muuuy tarde, al canario se le apareció la Virgen…»
– “¿La Virgen…, él mesmo te lo ha dicho?»
– “No, mamá, él nunca lo habría dicho, es muy orgulloso… ya sabe, es ateo y…»
– “¿Y cómo se ha enterao entonce, m’hija?»
– “¡Máa, tengo mis contactos…!»
– “Bueno… ¿Y cómo fue… en dónde se le apareció?»
-“Allí mismo, junto al tarrito del alpiste… ¿Dónde sinó?”  – Y una gruesa lágrima resbaló por su mejilla.
Por primera vez sintió dolor ante la ausencia de Semecarpus, tan lejos en la India milenaria, deseó intensamente compartir su pena con él…
– ¿Qué es la muerte?– Imaginó preguntarle, como aquella vez, sentados en el tronco del sauce junto al lago, y le pareció oir claramente su respuesta:
– “La muerte… la muerte no existe.”
– ¿Cómo que no existe? – Y sintió una indescriptible necesidad de oponerse, de discutir esa idea:
– Acabo de cerrar los ojos de mi madre muerta ¿y dices que la muerte no existe?
– “Es sólo una abstracción fente a un hecho doloroso…” – Y la voz de su amado sentenció:
– “Existe la vida, no la muerte… la luz, no la oscuridad… la materia, no el vacío…”  
Por un momento su mente volvió a la realidad, se conectó con las personas que la rodeaban, compungidas ante lo irreparable, con los llantos, las expresiones de dolor, la angustia que le oprimía el pecho, la soledad. Pronto su imaginación la obligó a retomar la conversación interrumpida:
– Tenés razón, – Aceptó Sasafrás. – existe el morir, no la muerte.
Y la voz de Semecarpus confirmaba: – “Existen los muertos, sólo cuerpos cuando la vida los abandona, pero la muerte…”
– Sin embargo… – Dudó Sasafrás reparando en la palidez infinita de Ña Klebsiella – …podré conversar con ella… como hablo con vos durante tu ausencia… – Y cerrando los ojos desfilaron en tropel miles de imágenes de infancia y otras más recientes junto a su compañero.
– ¿Cuál es la diferencia entre una ausencia y la otra? – Se preguntó – Siento que viven en mí, con ambas ausencias podré hablar y tal vez me responderán… ¿Estaré entonces conversando con sus espíritus…?¿Abandonados sus cuerpos, habitarán ahora en mí?¿Seré yo guardiana y cuidadora, a cargo de su vida después de la vida? – Durante un momento casi imperrceptible le pareció vislumbrar entre las tinieblas de sus pensamientos, la presencia huidiza de La Mandolina Dorada.  

– VII –
El Reencuentro

Apenas amanecía cuando en el horizonte lejano una nube de polvo, que minuto a minuto se hacía más y más visible alborotó a los residentes de la ranchada. Todos sabían que aquella polvareda anunciaba el arribo de algún viajero proveniente del pueblo, y tal vez desde mucho más lejos. La curiosidad hizo que se agolpara una pequeña multitud ansiosa junto a la tranquera a modo de comité de recepción de quien fuera que llegara. Sasafrás, despeinada aún y a medio calzar las alpargatas, se había levantado tarde y fue la última en arrimarse cansinamente al grupo.
Pocos instantes más tarde pudo distinguirse claramente entre la polvareda un sulky pintado de verde tirado por un manchadito que por su trote alegre parecía gozar de su trabajo.
Un enjambre de abejas se instaló repentinamente en la restante rama del guindo al tiempo que la bandada de gorriones evolucionaba sobre las cabezas de los presentes.
Cuando por fin se abrió la tranquera y los viajeros se disponían a apearse, llamó la atención de Sasafrás una figura masculina, de baja estatura, piel cetrina y brillante, exibiendo una dentadura generosa y una sonrisa inconfundible.  

– VIII –
El Agradecimiento

Esa misma noche, Sasafrás había recuperado su risa tintineante y contagiosa, por primera vez desde su regreso se la volvió a ver atractiva y sensual. De pronto, como urgida por una necesidad impostergable, rogó que la dejaran sóla durante unos momentos, se sentó en su antigua sillita de paja junto al fogón, tomó su su bolígrafo y escribió en las últimas páginas del olvidado cuaderno de apuntes:

    “Estimado Fernando, después de tantas peripecias por las que hemos transitado vos como autor y yo como personaje central…, bueno, como personaje digamos, siento la imperiosa necesidad de agradecerte que, aunque haya sido a último momento y  algo forzado, te apiadaste de mi soledad y me devolviste a mi amado y eterno enamorado, aunque con algunos cabellos blancos en su sien que antes no tenía.”  “Tuya, Sasafrás”   
    “PD.: Me quedó una duda… ¿Y la mandolina Dorada?”

 

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