Reina de Copas
Paula Rusquellas
La primera hilera de baldosas del patio tenían el exacto tamaño de su pie a los diez años. A los doce le bastaba con pisar un poco en diagonal; a los catorce no había contorsión que solucionara el problema, pisando los veinte (ya en diagonal) Águeda, volvía a la casa de los abuelos. Ellos ya no estaban. La casa se había detenido en una larga siesta. Sólo con los abuelos durmiendo podía haber tanto silencio y tanta quietud.
Águeda cruzó el patio volviendo a ver todos los detalles. Todavía cada cosa en su lugar. Las macetas con los helechos y los malvones, los sillones, los libros en los estantes, la ropa en los roperos. Tal vez sus reflejos en los espejos.
Era momento de abrir, abrir todo: las puertas, las ventanas, los armarios, los cajones, los bolsillos.
Javier, su hermano, no pensó tanto, no intentó reconstruir ninguna tarde en la hamaca, ninguna siesta misteriosa, ningún desayuno con miguitas en la cama. Fue directamente a la mesita que hacía de bar, metió todas las botellas en un cajón, se dirigió silbando al ropero del abuelo sacó el sobretodo, eligió algunas corbatas, el reloj de cadena, le sonrió sin dejar de silbar entre dientes y se fue. Cerró el portón de una patada…como siempre.
Recién al quedarse sola, Águeda vió que tendría que llevarse una casa con tres dormitorios, cocina, living, comedor, despensa, escritorio, patio y jardín a su departamento de dos ambientes y balcón.
Pasó días tratando de elegir entre los grandes diccionarios y los minúsculos libros de poesías, los cuadros o los espejos, los manteles bordados o las sábanas llenas de puntillas, los helechos o los malvones.
Al tercer día supo que tendría que despedirse de la hamaca y del peral, de los laureles, del jazmín; de los gigantes roperos, del laberíntico aparador lleno de esencias remotas, de la cama grande como un continente. Por supuesto de las puertas y las banderolas, de las rejas y de las baldosas.
Cada camión que llegaba al garage se llevaba perfumes irrecuperables, sombras inolvidables y dejaba unos tremendos agujeros en la anatomía de la casa.
Al irse los muebles fueron quedando en su sitio pilas de platos huérfanos, libros descoloridos, ropa con olor a naftalina.
Una tía necesitaba tazas, un primo músico los discos, los chiquitos de la familia se entusiasmaron con las enaguas llenas de voladitos y los cuellos duros. Un domingo convenció a un amigo de instalar la araña de caireles en su living-comedor-zaguán y lo llenó de reflejos tornasolados.
Todo se fue ubicando lentamente, mientras el cartel de venta se iba oxidando y la madreselva lo envolvía amorosamente.
Una tarde de lluvia el mágico armario de las copas, lleno de espejos y biseles encontró nuevo alojamiento en casa de su madre. Pero vacío, ella no podía llevarse más copas.
De chica siempre estaba esperando que los grandes se distrajeran para ir en silencio a mirarse a través de los reflejos, multiplicada hasta el infinito en los espejos de los armarios. En las siestas de verano se atrevía a sacar una copa y verla brillar en sus manos, imitar un brindis con su propia imagen. Tenía presente en la memoria el peso de cada una, las de agua grandes y anchas, las de licor chiquititas y de colores; la delicadeza de los tallados.
Parecían hechas para otra gente, otros tiempos, otras luces.
Nunca las había visto fuera del armario, siempre cada una en su sitio, en fila, de mayor a menor, como batallones de soldaditos. Las fue sacando con cuidado, alineándolas en el piso. Ya no quedaba ninguna mesa, ningún estante, sólo quedaban las copas y la hamaca.
El chofer de la camioneta llenó el armario de frazadas y bollos de papel. Los espejos completamente vacíos de reflejos llegaron a casa de su madre en perfectas condiciones, irremediablemente amnésicos.
En el momento en que Águeda despedía la camioneta, el nuevo dueño de la casa llegaba con un metro dispuesto a elegir la ubicación de sus propios muebles. El hombre que entró al comedor mirando el techo pateó la primera hilera de copas. Se disculpó distraído y siguió midiendo mientras Águeda trataba de ocultar las lágrimas: dos copas de agua habían perdido el pie y otras cuatro quedaron astilladas.
Desde el jardín el hombre preguntó si se llevaría la hamaca, ella sin pensar contestó que si, a su departamento.
Era ya de noche, muy tarde, la casa completamente vacía guardaba los mismos sonidos de siempre y hasta algunos olores, Águeda, sentada en el piso miraba las copas enteras y las rotas bajo la lastimera luz de una única lamparita que remotísima colgaba del techo. No podía llevárselas y tampoco dejarlas; nadie en la familia podía tenerlas y el juego incompleto no lo podría vender. No quería venderlo.
Miró las paredes vacías con los contornos de los muebles y de los cuadros inmovilizados como fantasmas. Buscó una solución, pensó qué hubieran hecho sus abuelos, que no hubiera hecho su hermano.
Tenía que llevarlas con ella como fuera. Juntó los vidrios sueltos, las envolvió todas lentamente en un jirón de sábana vieja, jugó con cada una por última vez. Cuando ya se despedía de la última recordó que nunca había bebido de ellas. Corrió a la canilla del patio, llenó dos con agua fría y brindó con sigo misma.
El primer mazazo le dolió como una puñalada, el segundo también, pero cuando el bulto empezó a reducirse sintió un gran alivio: por fin podría llevárselas todas a su departamento de dos ambientes con balcón.
El gran botellón para vino fino lleno de vidrios molidos se transformaba en una joya preciosa, al medio día durante unos minutos cuando le daba la luz de la única ventana que recibía sol.
Del otro lado del vidrio, en el diminuto balcón, completamente estática, abrazada por una pueril madreselva, rodeada de macetas con malvones y helechos, dormía una larga siesta la hamaca.
Sentada en la hamaca Águeda regaba las plantas.
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