Pedro, Un Viaje en Tranvía
Fernando Rusquellas
Displicentemente, los ojos fijos en algún rincón de la mente, doblaba cada vez más pequeñito un trozo de papel.
La mañana era fría pero luminosa, y mientras por la ventanilla desfilaban las imágenes cotidianas, en la boca de don Pedro se esbozaba una imperceptible expresión de felicidad.
Un perro revisaba exhaustivamente los árboles de la calle. Talán…talán… y un señor de bastón cruzaba apurando su paso dificultoso ganándole unos segundos al tranvía.
El guarda.
Los boletos.
El índice y el pulgar, como como independientes de su persona ajustaron más y más los dobleces de aquel insignificante papelito.
Quién lo hubiera conocido más habría percibido una mueca muy especial. Por esfuerzos que hiciera, en los momentos sublimes de su vida no lograba disimular aquella sonrisa.
-Ahora sí – Se decía – Ahora sí los niños tendrán una educación mejor…, tal vez un viaje…Europa…Unas vacaciones, sí, eso, unas vacaciones… cuánto le hacen falta a mi querida unas vacaciones…-
Una mujer baldeaba su vereda.
El tranvía repetía insistentemente su canción aburrida al tomar impulso en cada esquina. La brisa fría de la mañana penetraba por la ventanilla abierta, misteriosamente mezclada con los ahora tibios rayos del sol.
Mientras sus pensamientos volaban, los adoquines, brillantes por el desgaste, corrían hacia atrás, a veces lentos, a veces veloces. El papelito era ya una esfera, una bolita amasada ora por la mano derecha ora por la izquierda.
– Tal vez un piano nuevo para la nena...- Y de pronto, el almacén de “Los Griegos”, los nuevos faroles, la plazoleta. Esas imágenes percibidas inconcientemente lo trajeron a la realidad: faltaba poco.
Imaginó sus pasos inmediatos.
Recoger sus cosas del asiento vecino. Dirigirse a la plataforma delantera. Abrir la puerta corrediza, siempre que corría esta puerta sentía un placer indescriptible, había que hacer un esfuerzo para iniciar el movimiento y después se aflojaba de golpe, parecía que iba a seguir corriendo indefinidamente hasta salirse del vehículo por los costados pero un tope oportuno la detenía violentamente.
El corazón aceleró alegremente, preparándose para la acción. A un movimiento del pulgar la bolita de papel salió disparada hacia la libertad atravesando la ventanilla abierta.
Tiró de la piolita. Clin… clin… Automáticamente miró al “motorman”. Un movimiento de la palanca hacia la izquierda y el tranvía repitió su cántico de parar.
Realizó con precisión todos los movimientos calculados, lo que le produjo también un gran placer. Este era su día. Todo iba saliendo como estaba previsto. Por que todo estaba bien previsto.
Bajó.
Sintió que la vida era hermosa. Su cuerpo parecía más liviano, los músculos respondían con precisión a las órdenes del cerebro y su andar era seguro.
Iba camino a un cambio definitivo.
– Pedro, a esto puedes llamarlo una bisagra en tu vida – Pensó.
Y entró decididamente en la agencia de lotería donde pocos días atrás había comprado el billete.
Buscó en el bolsillo del chaleco, no en el del reloj, en el otro.
Una andanada de imágenes casi fijas acudieron a su mente, tan vívidas que desplazaron por un instante las de la realidad circundante. El billete. Los dobleces repetidos. El perro junto al árbol. El tranvía, Las vacaciones de la familia. La bolita de papel entre los dedos. La señora barriendo su vereda. La formidable sensación de libertad al disparar el papelito por la ventanilla hacia el exterior infinito.
Una indescriptible sensación recorría el cuerpo de Pedro. Salió de la agencia de lotería y deambuló sin rumbo fijo.
Caminó.
Sus pensamientos flotaban en una atmósfera enrarecida, como si algo importante hubiera desaparecido sin dejar rastro.
No tardó mucho en llegarla conclusión que lo libraría de aquella incertidumbre. Ninguna de sus pertenencias se había perdido y nada cambiaría en su vida.
Lo que se había esfumado era sólo una ilusión, una especulación, a lo sumo una esperanza. Fue como despertar de un sueño.
Notó que una sonrisa irreprimible brotaba en sus labios. Observó que nadie lo había notado, y retomando su paso habitual, ágil y decidido, se encaminó hacia la esquina donde tomaría el tranvía de regreso.
El que llegaba era uno de los viejos vehículos, arrastrado por enormes caballos que resoplaban nubes de vapor en el aire frío de la mañana. Le alegró que no fuera una de esas frías y ruidosas máquinas eléctricas tal vez más rápidas pero sin ese familiar y reconfortante olor, mezcla de transpiración y bosta equina. Trepó casi de un salto.
Con el diario doblado en dos apantalló cuidadosamente un asiento recién abandonado por una gruesa mujer y se dejó caer en él. Notó que a pesar de haberlo ventilado conservaba aún una temperatura intolerable. Algo fastidiado se levantó, y mientras el guarda intentaba cobrar el boleto, repitió la operación con el periódico.
– ¡Hay sólo dos sexos, el masculino y el más culón, y justo vino a tocarme a mí un asiento entibiado por el segundo! – Refunfuñó al desconcertado guarda mientras pagaba su pasaje.
Un señor muy bien trajeado tosía en el asiento delante del suyo.
En la siguiente esquina ascendió una dama que llamó su atención por la sobriedad de la vestimenta. Era joven aunque no hermosa, pero algo había en su persona que la hacía atractiva para el circunspecto don Pedro.
Como obedeciendo a un deseo inconsciente de Pedro, el hombre sentado a su lado se levantó distraídamente y se dirigió a la plataforma para descender, de modo que el único asiento disponible para la dama era nada menos que ése.
Muy a pesar suyo Pedro se regocijó, y mientras simulaba mirar atentamente por la ventanilla se hizo lo más chiquito posible. La adusta señorita dudó un momento antes de ubicarse a la vera de un caballero, pero al notar que verdaderamente lo era y comprobar cuánto espacio disponible quedaba libre se atrevió.
Pedro, no pudiendo con su genio casi lo echa todo a perder. Justo en el momento en que ella iba a posar su sentadera, Pedro la retuvo con un ademán suave pero decidido, casi paternal, y para disipar cualquier calor proveniente del anterior ocupante, abanicó el banco con su diario y la invitó a tomar asiento con su mirada franca y noble.
Si bien extraña, nada era reprochable en aquella actitud. Algo perturbada, ella obedeció mientras agradecía el gesto con una mirada dura y penetrante.
El señor de enfrente volvió a toser, aspirando aire desesperadamente antes de cada acceso.
Como un imán poderoso aquella pequeña mujer atraía la atención de Pedro, que disimuladamente la observaba por el rabillo desviando rápidamente la mirada temiendo ser sorprendido. Mientras, como distraídamente, miraba al infinito sintió sin verlos, cómo dos ojos pequeños y oscuros recorrían su perfil como dibujándolo. Se estremeció.
El hombre sentado delante de él sufrió un nuevo e irresistible ataque de tos. Hizo que por un instante Pedro desviara la vista y la atención, parecía que el infeliz quedaría exánime en cualquier momento.
Vió cómo la dama a su lado abría un librito de tapas blancas. Las cuentas de un rosario asomaban de su mano.
Casi impúdicamente, para pasar las páginas del libro ella se sacó un guante. Siempre de reojo observó aquella mano pequeña, de piel blanca pero ligeramente mate, notó que las uñas redondas y limpias estaban cortadas casi al ras y recordó como si las estuviera viendo, las hermosas manos de dedos finos y uñas alargadas, blancas, casi transparentes de su esposa. Y respiró aliviado.
Un nuevo ataque de tos sacudió al señor sentado enfrente hasta que en una contorsión violenta, casi agónica, su boca se llenó de algún contenido bronquial.
Y obligado por la circunstancia, con un movimiento rápido, automático, escupió aquel material por la ventanilla…cerrada.
El pobre hombre veía con estupor como la masa filamentosa escurría irremediablemente por el inmaculado cristal. Sacó su pañuelo y trató de limpiar aquello que parecía crecer a cada instante. Todo fue en vano, el pañuelo, lejos de absorber, resbalaba y patinaba en aquella gelatina. Avergonzado, corrió hacia la plataforma y se lanzó a la calle sin esperar que el tranvía se detuviese.
Pedro miró abiertamente a su compañera de asiento como para hacer algún comentario y disimular la situación engorrosa, pero ella, con gesto adusto, imperturbable, miraba algún punto distante en dirección opuesta al lamentable suceso.
De pronto lo imprevisto.
Se oyó un ruido de maderas quebradas y el vehículo, en medio de estridentes chirridos en sus ruedas se detuvo después de dos fuertes sacudones. ¡Una de las lanzas del tranvía a la que estaban sujetos los caballos se había roto!
La dama soltó rápidamente el brazo de Pedro del que se había tomado involuntariamente para no caer durante el barquinazo. Su aspecto había cambiado. Se persignó.
Estaba lívida y sus ojos buscaron los de su vecino como implorando alguna explicación.
Pedro, por segunda vez se regocijó. Caballeroso, le ayudó a descender del alto estribo en medio de la calzada y lejos del cordón.
Fue así como se enteró por boca de Assunta, que cada vez que subía a un vehículo tirado por caballos se quebraba la lanza y el viaje se frustraba. Parecía como si algo sobrenatural y maligno la persiguiera, razón por la que viajaba muy poco. Viendo la ingenuidad de la dama Pedro disimuló una sonrisa y ofreció acompañarla hasta cerca de su casa.
Caminaron más de lo que había imaginado. Debieron atravesar media ciudad y ella mantenía un paso firme y rápido sin cansancio aparente de modo que debió esforzarse por mantener el suyo sin que se notara ningún jadeo en la conversación.
Regresó reconfortado, tenía los pies calientes y la cara rosada por el ejercicio desacostumbrado.
Al llegar a casa lo recibió Camiló ladrando, lamiéndole las manos y saltando hasta casi tocarle la cara con su hocico húmedo. Los niños corrían alegremente a su alrededor y su rubia y amante esposa lo esperaba ansiosa, con un beso cálido.
Contó todo con lujo de detalles. El billete de lotería premiado, el chasco al ir a cobrarlo, su estupidez, la vuelta en un viejo tranvía, la tos del otro pasajero y la rotura de la lanza.
Lo que nunca se atrevió a contar fue su encuentro con aquella sobria, pequeña y adusta dama de aspecto monacal…
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