La Empresa
por Fernando Rusquellas
–¡Para qué va a ir usted hasta allá si pueden traerlo aquí, sin necesidad de moverse! Gallego decía esto con los ojos muy abiertos, al tiempo que sacando pecho hacía un gesto con las palmas de las manos hacia arriba, como esperando recibir algo desde lo alto.
Don Cosme, de raído traje negro y gruesa corbata, negra también y mal anudada, lo miraba serio, como si fuera incapáz de comprender el significado de sus palabras. Desde la muerte de su compañera había perdido todo el interés por cuidar su apariencia e incluso su salud. Sólo lo mantenían vivo y en actividad el febril trabajo en la empresa y la solícita atención de Genoveva, su vieja secretaria, que ocultaba una inquietante admiración por él.
En la vereda de enfrente, el fletero aguardaba fumando distraídamente, apoyado en la puerta de su F100 roja recién pintada. Atrás, madera barnizada. En el costado, al menos en el que estaba a la vista, colgaba un cartel algo ostentoso donde se podía leer: «FLETES $45 la hora» y un número de telefonía celular. Guardabarros y capot mostraban un prolijo fileteado cuyos motivos se repetían, aunque con diferente color, rodeando al texto del cartel. En el medio de la puerta, el consabido retrato de un Gardel simplificado, rodeado de cintas argentinas alternadas con flores celestes de cuatro pétalos. Se deducía fácilmente que el dueño del vehículo era un nostalgioso chofer de colectivos de Buenos Aires.
– Sabes… – Balbuceó Don Cosme dirigiéndose a Gallego después de una corta vacilación -…sabes que creo que tienes razón, mientras tanto yo podría…
-¡Pues claro, hombre! – Espetó Gallego adoptando un no disimulado aire de importancia.
-Bueno, ¡Qué esperas ! Dale la dirección al fletero… y que sea lo que Dios quiera… – Ordenó Don Cosme de mala gana, derrotado por la sencilla lógica de su amigo, aunque poco convencido de las ventajas de su reciente decisión. Sin esperar a que Gallego cruzara la calzada para dar las nuevas órdenes al fletero, Don Cosme dio media vuelta y rápidamente se perdió en el interior de la fábrica.
Ya en su oficina, sólo, parado con las manos en los bolsillos del pantalón miraba sin ver por la ventana que daba al patio trasero donde algunos operarios apilaban cajas vacías junto a una pared. Muy a su pesar lo invadía una inexplicable sensación de contrariedad. Había invertido una importante suma de dinero en la adquisición y hubiera querido controlar personalmente la operación de carga y transporte.
Un llamado telefónico lo sacó de sus cavilaciones inconducentes y, hombre de empresa al fin, recuperó su habitual actividad tomando decisiones y dando órdenes aquí y allá.
Casi al final de la jornada laboral Genoveva, aproximándose algo más de lo necesario, le informó que el flete estaba de regreso y el chofer preguntaba por él. Antes que el perfume femenino se hubiera disipado se levantó del sillón como si un resorte lo hubiera impulsado desde el asiento, mandó llamar a cinco de los más fornidos, confiables y habilidosos hombres de la sección de máquinas y sin más se lanzó escaleras abajo.
Llegó casi sin aliento. Se detuvo en seco, paralizado, lívido. Cuando se recuperó su cara había enrojecido peligrosamente, y con voz ahogada, tratando de mantener la calma hizo un esfuerzo por no gritar.
– ¿Y la carga?
– Lo siento Don Cosme, pero dicen que una F100 no es suficiente para traerlo… que hace falta un transporte especial, con plataforma y neumáticos de alta presión y… Le aseguro que lo intenté… pero el viaje… fueron cuatro horas y…
– Si hombre, lo cobrarás igual… Ahora mismo, llévale la boleta a mi secretaria y que te la abone ya. – Ordenó Don Cosme, subrayando con su voz la palabra «ya», en un esfuerzo por liberar su mente de temas menores y dedicar todo su potencial en resolver el problema central: la expansión de la empresa.
Entre frustrado y furioso regresó a su despacho, y ante la sorpresa de Genoveva, él mismo marcó el número del importador y sin siquiera saludar, casi con un rugido, no pidió, ordenó le pasaran la comunicación con el gerente de expedición.
Yugular a punto del estallido. Reclamo. Irritación. Amenazas. – ¡Ustedes mismos me aseguraron! – Sorpresa. Disculpas. Explicaciones. Aclaraciones. Al otro lado del teléfono se oía apenas una voz entrecortada:
– Técnicamente es factible como le habíamos ofrecido, puede ser condensado, pero recién nos enteramos que se trata de una operación exclusiva para usos militares… de ellos, claro…
Dudas. Lo imposible es imposible. «A la fuerza ahorcan». Lenta relajación. Resignación. Aceptación. Punto final y nuevo planteo.
Búsqueda. Nuevas estrategias. Más comunicaciones telefónicas. Empresas de transportes especiales. Costos no calculados.
– ¡Estamos en el baile y hay que bailar! Exclamó decididamente Don Cosme, no sin cierto aire de resignación.
-¡Este es mi jefe! Le oyó decir Gallego a Genoveva que acompañó la frase con un gesto de aprobación mientras acomodaba con su mano regordeta un gracioso bucle de cabello renegrido sobre su frente.
La enorme plataforma, montada sobre dieciocho pares de ruedas provistas con neumáticos resistentes a las altas presiones avanzaba con desesperante lentitud evitando las calles angostas. Operarios uniformados, Amarillos cascos de seguridad. Patrulleros desviando el tránsito. Malhumor. Paso a paso. Remoción de semáforos y postes de alumbrado. Tala de algunos viejos árboles situados demasiado cerca de los cordones.
Algo más atrás las cuadrillas reponían todo aquello que había debido ser retirado para abrir paso a la caravana.
Contratriempos inesperados. Piquete de meretrices. Término impropio en el periódico local. Reclamo por falta de respeto. Intervención policial. Desalojo. Clausura. Periodistas cubriendo la nota. Tropilla de bueyes estacionada en la carretera. Reseros desgañitándose desde sus cabalgaduras.
Viernes. Última hora laborable. Como un general al frente de su ejército, Don Cosme, eufórico daba órdenes y corría de aquí para allá disponiendo todos los detalles para el éxito del inminente desembarco. A su lado, siempre atenta, Genoveva
Cuando por fin llegó la lenta caravana todo estaba dispuesto.
El enorme paralelepípedo cumplía con precisión milimétrica las medidas especificadas en el pedido de Don Cosme: 8.66 m en el frente, 50 m de largo por 5,06 m de alto. Dos poderosas grúas perfectamente coordinadas lo posicionaron con increíble exactitud en el lote lindero, despejado al efecto de escombros y malezas.
Había sido un día agotador. Anochecía y Don Cosme decidió no dejarse dominar por la impaciencia y respetar el feriado del fin de semana.
Con las directivas y recomendaciones del caso, encomendó la vigilancia de la fábrica y su reciente anexo a Don Santos, el sexagenario sereno paraguayo, que vería aumentada su responsabilidad al tiempo que su salario.
Lunes. Las primeras luces del día sorprendieron a los vecinos con una desacostumbrada actividad en la fábrica. Todo el personal limpiaba, ordenaba, colocaba nuevas plantas de adorno en los canteros del frente que habían sido arrasados.
Había llegado el momento tan esperado: la apertura e inauguración del nuevo espacio para la ampliación de la planta industrial.
Doce patrulleros policiales y un carro de asalto de la Gendarmería con personal de seguridad tomaron posiciones estratégicas en las inmediaciones.
A media mañana llegarían el Intendente y el Gobernador de la Provincia. Imponente carácter institucional del evento para cuando arribara la recientemente designada Embajadora de los Estados unidos de Norte América.
Era la primera vez que el Pentágono aprobaba la exportación de una fracción de espacio sideral a un país latinoamericano. Recortado por la NASA de uno de los mal llamados «agujeros negros» e instantáneamente teletransportado hasta nuestro planeta. Las fracciones de tales espacios habían mostrado poseer una propiedad extraordinaria: su volumen interior era nada menos que mil doscientas treinta y seis veces mayor que el exterior. Secreto de Estado celosamente guardado bajo las más estrictas condiciones de seguridad. Alarde de la técnica espacial norteamericana.
Por primera vez, una de estas fracciones espaciales sería utilizada para favorecer la industria privada en un país de la América Latina. La empresa de Don Cosme, por alguna incomprensible razón de estado, había sido elegida entre tantas otras más grandes y prestigiosas.
Genoveva, estrenando un llamativo aunque sobrio traje sastre, estaba atenta a los menores requerimientos de Don Cosme. Santos, el sereno paraguayo siempre locuaz y comunicativo, permanecía en silencio como tratando de pasar inadvertido. En el palco improvisado frente a la entrada, las autoridades recién llegadas conversaban animadamente.
Tras los acordes de los himnos nacionales de ambos países, el mismo Don Cosme cortó simbólicamente la cinta y con gesto casi teatral abrió las puertas invitando a los presentes.
El desmayo se produjo justamente en el instante en que dirigió su mirada hacia el enorme espacio que se abría ante sus ojos.
– …¡Ocupas! -Exclamó, y perdió el conocimiento.
Setecientas setenta y cinco familias paraguayas, diez y siete argentinas y una uruguaya se habían instalado durante el fin de semana con todos sus enceres en improvisadas viviendas de chapas, cartón y telas plásticas. Aquí y allá ardían pequeñas hornallas. Santos miraba satisfecho cómo numerosos niños corrían descalzos y felices a su alrededor.
Anochecía en la antigua oficina. Entre compungida y feliz, Genoveva acunaba sobre su pecho la cabeza del desconsolado Don Cosme. Algunas lágrimas saladas resbalaron zigzagueantes por dos turgentes superficies hacia las tibias profundidades del generoso escote.
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