Kósquires

Juanita, Una Amistad de Color Verde

Fernando Rusquellas

Como todos los días, revisaba exhaustivamente la superficie del agua de la pileta. Algunos insectos flotaban, extenuados, debatiéndose desesperadamente entre la vida y la muerte por asfixia.

Con el auxilio de la red, a veces con una rama o, si estaban cerca del borde, recostado boca abajo en el pasto y estirando los brazos los tomaba entre las manos para soltarlos en lugar seco y seguro. Había de todo: hormigas, moscas, toda clase de cascarudos, abejas, avispas y hasta arañas que confiando en su capacidad de caminar sobre la superficie, intentaban cruzar la pileta a la carrera sin hundirse, pero a veces sus patas se mojaban y terminaban ahogándose sin remedio. Los no fallecidos antes del salvamento eran rescatados y devueltos a su medio. A veces era necesario ponerlos al sol para que secaran sus alitas y lograran volver a volar.
Ese día, entre otros bichitos había flotando, inerte, una langosta verde. Su tórax totalmente sumergido, las cuatro patas anteriores rígidas, abiertas hacia los lados; las traseras estiradas hacia atrás, como en un último intento de saltar, las antenas estiradas hacia delante, adheridas a la superficie del agua.

Era evidente que después de muchos esfuerzos inútiles se había entregado y se dejaba morir. La acerqué al borde con una cañita y la tomé cuidadosamente con mi mano. Noté que respondía con un muy leve movimiento cuando tocaba sus patitas con mis dedos.

¡Estaba viva!

¡Había esperanza!

Sacudiendo su cuerpito y soplando con paciencia en los orificios de respiración logré vaciar sus tráqueas inundadas. Acercándola al oído, casi apretándola contra mi oreja, comencé a oír los sonidos apenas perceptibles de su casi inexistente respiración. Poco a poco se sumaron otros pequeños movimientos de sus patas y de las piezas bucales pero aún no se recuperaba totalmente.

Dejarla en el suelo en esas condiciones de indefensión habría sido abandonarla a la avidez de las carnívoras hormigas coloradas.

Protegida dentro de mi mano entrecerrada la llevé a casa. Una vez dentro la coloqué cuidadosamente sobre unas hojas verdes dentro de una caja de cartón. La caja, casi cúbica, había contenido un kilo de leche en polvo «Nido».

Como corresponde con esta clase de pacientes le hablé tiernamente durante largas horas mientras acariciaba su cabecita verde y calva y sus largas y frágiles antenas. Era ya de noche cuando dentro de mi mano, asomando sólo su cabeza por entre mi pulgar y el índice admitió, aunque a desgano, algo de alimento. Una muy pequeña hojita de tomatera.

Se llamó Juanita.

A la mañana siguiente me levanté y destapé impacientemente la caja para ver cómo seguía Juanita. Estaba adormilada y sólo despertó cuando le hablé. La tomé con una mano y con la otra le ofrecí un trocito de dulce de ciruela.

Parecía sentirse a gusto en su caja de leche en polvo de modo que no fue necesario volver a cerrarla y para su mayor comodidad clavé una larga ramita de ligustro en el techo de la caja.

Increíblemente, cuando salía a dar un paseo por la casa regresaba a su caja y a veces aprovechaba el palito de ligustro para trepar y pasar horas allí prendida.

Cuando volví de la escuela había escapado de su caja y estaba en el suelo del zaguán, parada delante de la puerta de entrada, como esperándome.

La levanté y sin siquiera sacarme el guardapolvo le dí de comer como había hecho por la mañana, acercándole a la boca algunas hojas tiernas.

Desde entonces mi mamá sabía cuando yo estaba por llegar del colegio cuando Juanita, como si de alguna manera lo percibiera, saltaba de su caja para esperarme al otro lado de la puerta donde yo la tomaba para darle su alimento.

Unos días después ya no fue necesario levantarla, ella sola decidió trepar por mis piernas y subir hasta aferrarse a mi nariz con todas sus seis patas. Esta ceremonia la repitió hasta casi el último día desu vida.

Como contradiciendo la célebre desmedida voracidad de las langostas, Juanita sólo comía cuando yo y solamente yo, le daba su alimento en la boca, previa ceremonia de trepar hasta mi nariz.

Una vez, sin embargo, al levantarme por la mañana no estaba en su caja. Esto me preocupó y comencé a buscarla por toda la casa. De pronto descubrí una larga línea roja que recorría las paredes y hasta el techo.

Sin pensar que los insectos no tienen sangre roja, mi corazón se aceleró temiendo una tragedia y seguí detectivezcamente la línea hasta descubrir que comenzaba ¡en el tarro del dulce de ciruela! que había quedado destapado la noche anterior cuando terminamos de cenar. En el otro extremo de la huella roja estaba Juanita con todo su cuerpo embadurnado de dulce, tan pesada que se había quedado dormida en el camino de regreso a su caja.

Fue la única vez que Juanita se echó una canita al aire.

Juanita, creció hasta tener un tamaño doble del que tenía cuando la encontré en la pileta, si se colgaba de mi nariz el último segmento de su abdomen me rozaba el mentón.

Yo sabía que mi verde amiga estaba en el estadio de saltona y que llegaría el día en que debía dormirse para mudar y despertarse con sus alas definitivas.

Un día Juanita quedó completamente inmóvil. Yo estaba impaciente por saber si cuando despertara me reconocería y si recordaría nuestra amistad. Además me preocupaba la idea de que para cumplir con su destino de insecto tendría que permitirle volar libremente a buscar su pareja.

Pero Juanita nunca despertó.

Al igual que los faraones fue enterrada con todos sus enceres, su caja, sus hojitas y su ramita de ligustro.


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