Il Bacio della Morta VIII – En el Mar
Nuncio Romeo (año 1911)
La nave en que me embarqué, era un velero nuevo y este, su primer viaje. A bordo viajaban 520 pasajeros (emigrantes todos), más la tripulación. Partimos en los primeros días de diciembre de 1869, con viento de popa y una velvelocidad de 12 millas por hora.
Dos días después llegamos a la costa Española.
Por la mañana recibí mi primera visita médica, se presentó un pasajero manifestando sentirse mal; hacía dos días que estaba afiebrado, y ahora le habían aparecido granos, por aquí y por allá en todo el cuerpo. En seguida ví que se ¡trataba de una erupción de viruela!
Inmediatamente informé al comandante, nos pusimos de acuerdo sobre las urgentes medidas estrictas que debían tomarse. Confiando totalmente en mis conocimientos, puso a mi disposición todo cuanto podía hallarse en la nave. Sobre la cubierta se preparó una zona aislada desalojando de sus dependencias a los pasajeros de 2ª clase pasándolos a las de la 1ª, y allí instalamos la enfermería, donde, en los días siguientes, albergamos a los nuevos infectados por la viruela. Imaginé qué podría esperarse, aún si los casos de muerte no superaran el porciento aceptado, habría dos casos de muerte sobre sólo setenta afectados de viruela durante el viaje. Baste pensarlo, a bordo de un velero cargado de pasajeros es difícil curar una epidemia, sin una alimentación apropiada, con sólo galletas, y no de las buenas, en lugar de pan, carnes saladas, papas brotadas, agua de barriles acumulados sobre la cubierta y expuestos al sol, a la intemperie y con un olor nauseabundo.
En esos días la inspección estatal italiana no era demasiado exigente con los armadores; y no demasiado vigilante con los monopolios de inmigración para los pobres. Fui testigo de casos inhumanos, que omito relatar sólo por amor a la patria.
Cerca de dos meses de navegación y no habían terminado las calamidades, se produjo otro hecho que alteró a la gente de a bordo.
Todavía estaba a la vista la costa de España, cuando un humo espeso y un siniestro resplandor, aparecieron en la proa del barco. Se oyeron gritos desesperados entre los pasajeros:
– ¡Fuego a bordo! –
Fue un momento de pánico; por todas partes una confusión indescriptible, los más atrevidos se apresuraron a soltar las cuerdas de los botes, mientras las mujeres y los niños gritaban desesperadamente. Algunos, a la vista de la tierra, aunque distante, querían tirarse a nadar con la esperanza de llegar a ella. La sangre fría y la energía del capitán, asistido admirablemente por la tripulación, lograron conjurar el peligro; inmediatamente pusieron en funcionamiento la bomba contra incendios, y el fuego, iniciado en la cocina de la tercera clase fue rápidamente extinguido. Es así que volvió la calma.
Incluído el incendio ¡¡¡habían terminado las contrariedades !!!
Habíamos pasado ya el Cabo de Gata(*) y confiábamos en el viento del Este, que nos había acompañado hasta allí, al estrecho de Gibraltar. ¡Vaya ilusión! Comenzó a soplar del oeste, suavemente al comienzo, luego, poco a poco, cada vez más violentamente, tanto que hubo que recojer algunas velas.
El mar mostraba cada vez más un aspecto amenazador; enormes olas golpeaban la nave, ora a babor, ora a estribor; se hundía aparentando tragarnos hacia las más vertiginosas profundidades, parecía que buque y pasajeros desaparecerían de un momento a otro.
Las olas barrían la cubierta llevándose cuanto encontraban a su paso, incluso los barriles del agua; tanto era el movimiento de balanceo y cabeceo que se volcaban todos los recipientes y era imposible cocinar. Un crujido extraño y permanente parecía anunciar el total aplastamiento de la nave; el ruido que producían las lámparas rotas y la cristalería destrozada, sumado al lamento de los enfermos y de quienes sufrían mareos, hacían aún más sombríos esos momentos de dolorosa ansiedad.
Finalmente, y después de tres días y tres noches de semejante tormenta, volvió a soplar el viento del este, y a toda vela logramos atravesar el estrecho de Gibraltar.
A pesar de todo no habia terminado la lamentable odisea de nuestro barco. Apenas en alta mar se amotinaron los emigrantes: apresaron y maniataron al segundo de abordo; y ya se disponían a hacer lo mismo con el comandante y toda la tripulación, cuando éste, acostumbrado a hacerle frente a tales revueltas los tomó de improviso, salió a cubierta, los apuntó con el fusil amenazándolos con disparar sobre ellos. Los emigrantes, ante el peligro de ser fusilados, se arrojaron a la bodega, a lo loco, sin usar la escalera. Llevado por mi elevado sentido de humanidad, subí rápidamente a la cubierta, tomé del brazo al comandante, que parecía realmente dispuesto a hacer fuego, y le dije:
– ¡Por Dios, no dispare!
Él me respondió en un susurro:
– No tenga miedo doctor, el arma está descargada.
Fueron aherrojados algunos de los promotores del disturbio, y así todo terminó para mejor.
La causa de la rebelión había sido por la mala alimentación a bordo, ya que en la propaganda de la empresa se prometía pan blanco, buena carne, café, vino, etc.
Pasamos el ecuador, y justamente cuando atravesábamos el Trópico de Capricornio comenzó a escasear el agua que, además de escasa, la que quedaba en los barriles ya no era potable, además de protozoarios tenía hasta gusanos. Debimos recurrir a un aprovisionamiento diferente: cuando lloviera, el personal recogería el agua de las velas para rellenar algunos barriles; los pasajeros, mientras tanto, deberían utilizar sus paraguas abiertos e invertidos y envasarla en botellas.
En Montevideo debíamos cumplir tres días de cuarentena, en Buenos Aires, en cambio, sólamente dos, ya que habían transcurrido veintidós dias sin nuevos caso de viruela, ya que en los afectados eran evidentes las cicatrices y las costras.
Cuando finalmente descendimos en Buenos Aires corría el mes de febrero de 1870. La población de Buenos Aires (compuesta entonces por sólo 200.000 habitantes) celebraba el carnaval en las calles, sobre todo en las horas de la tarde. Y de una manera sorprendente.
El corso de carrozas y carros groseramente adornados era muy largo; en medio del hormigueo de la gente, lanzaban todo tipo de agua, desde la delicadamente perfumada hasta la más roñosa.
El tumulto era infernal, incluso estaba inundado de baratijas, pomitos, bombas de papel, recipientes de todas las formas y tamaños; desde las obras en construcción arrojaban baldes enteros de agua con cal, desgraciado el pobre diablo que pasara por allí; yo mismo pude haber sido una víctima.
La población de Buenos Aires, era amable y hospitalaria por excelencia, a eso hay que añadirle el gran número de italianos establecidos aquí (entonces, éramos relativamente muchos más que en la actualidad). Todo aquello cooperó para brindarme una impresión muy agradable de este nuevo país que me acogía; En poco tiempo tuve mi núcleo de queridas amistades, que no dejaban de aconsejarme que me quedara.
Para ejercer mi profesión necesitaba revalidar el título mediante un examen; antes que caducaran los seis meses establecidos para mi regreso, rendí los exámenes, muy difíciles en aquellos días debido a la exigencia de los examinadores, aún así salí victorioso, de tres que nos presentamos sólo yo fui aprobado. No fue necesario utilizar el pasaje de vuelta.
Después de jurar sobre el Evangelio (como era costumbre) hallé una residencia en la Parroquia de San Juan Evangelista, donde cerca de las tres cuartas partes éramos italianos.
(*)N.del T. El cabo de Gata es un cabo localizado en el sur de la península ibérica, frente al mar Mediterráneo.
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