Guida, la Banda Oriental
Fernando Rusquellas - ilustración: Astrid Rusquellas
Corridas y disparos.
Miedo.
Los Kósquires escapan buscando refugio bajo los carruajes estacionados junto a las aceras.
Se oyen gritos, órdenes y relinchos. Escondido en el vano de un portal puedo observar el enfrentamiento sin ser visto.
Blancos y Colorados no dan ni piden tregua. La embestida de los caballos policiales dispersa violentamente a los revoltosos. Lentamente Montevideo recupera la calma.
Llama mi atención la actitud de un joven muy rubio, que rezagado, protege la retirada de su grupo político disparando repetidas veces contra las fuerzas policiales.
Es ya mediodía. El sol y la humedad hacen inaguantable la permanencia en la calle.
Una rara combinación de nervios y hambre me obliga a salir de mi escondite. Me detengo sólo para cerciorarme que ninguno de mis Kósquires hubiera recibido alguna herida. Están asustados y buscando mi protección me siguen muy de cerca y en silencio.
El lugar es totalmente desconocido para mí y por alejarme rápidamente sigo los pasos del muchacho rubio que después de caminar un trecho por la avenida, empuja decididamente los portones de una gran mansión y entra dejando las rejas abiertas. Sin pensarlo dos veces, aprovecho su descuido y entro tras él.
En el amplio comedor familiar hay una larga mesa tendida. Dos enormes arañas de caireles proyectan pequeños arcoiris sobre el mantel blanco. Blancos también son los guantes del mucamo que aguarda la orden de su señor para servir el almuerzo. Guida, Astrid, y el pequeño Sigurd, con la mirada fija en el ramo de rosas blancas del centro de mesa intentan disimular sus temores. Sentado a la mesa, en la cabecera, Conrad aguarda impaciente la llegada de sus otros hijos para ordenar al mucamo.
Sé que nadie en aquel cielo me hubiera podido ver. A pesar de ello no logro evitar un temor inconsciente de ser descubierto en cualquier momento por causa de algún sonido o un movimiento imprudente de los Kósquires.
La hora del almuerzo es sagrada. Toda la familia debe estar presente cuando el pedido al Señor por el pan de cada día antes de probar el primer bocado.
En eso, Federico y Harald entran al comedor casi al mismo tiempo pero desde puertas diferentes. Uno de ellos es el joven rubio que sin saberlo me permitió entrar en la intimidad de la familia. Llegan jadeantes, apenas refrescados, disimulando heridas y raspones de la reciente trifulca callejera. Dos hermanos, dos ideales políticos opuestos.
Guida, la hermana mayor ha debido asumir el papel de ama de casa desde que la enfermedad y la temprana muerte de Cristina dejó un vacío de hielo. Dirigió sendas miradas de reproche a los hermanos e inició la plegaria de rigor sustituyendo al dolido Conrad. El almuerzo transcurrió casi en silencio. Salvo la pesada ausencia de la madre, la actividad parece retomar lentamente su cauce en la lujosa casa paterna.
Después de la revuelta del otro día la situación política se tornó cada vez más complicada y en apoyo del gobierno Colorado, sus partidarios iniciaron una persecución implacable, a veces sanguinaria contra los opositores Blancos. El padre, las hermanas y hasta el mismo hermano oficialista aconsejaron al revolucionario alejarse por un tiempo hasta que se aquietaran las aguas.
En la joyería de Buenos Aires un telegrama con un muy escueto pedido de asilo alertó a Pedro del inminente arribo de su amigo uruguayo.
Si hubiera pertenecido a aquel tiempo mi posición habría sido muy comprometida: debería embarcar como polizón acompañando a un fugitivo del partido gobernante. Mi corazón latía más apurado al pensar en lo que podría esperarnos al momento de atravesar los controles portuarios. Los Kósquires, entusiasmados por la aventura que se avecinaba, me rodearon saltando y dando volteretas en el aire.
Con documentación falsa, simulando ser un comerciante inglés, el rubio revolucionario desembarcó sin contratiempos al otro lado del Río de la Plata. Un improvisado dormitorio lo esperaba en la trastienda del taller de joyería.
Los días se hacen largos para un exiliado político. Las interminables conversaciones con Pedro giraban desde profundas disquisiciones políticas hasta las más intrascendentes intimidades de la vida diaria y personal. Pedro era joven, soltero y con un promisorio futuro económico. El uruguayo no se cansaba de recordarle insistentemente que su hermana Guida permanecía también soltera, elogiando sus virtudes y belleza. El catalán no tomó en serio las proposiciones de su amigo y algo fastidiado lo bautizó «Celestino». Sin embargo, a fuerza de repetida, la idea no dejó de darle vueltas por la cabeza y muy a su pesar fue gestando una curiosidad cada vez más fuerte.
El joyero trabajaba duramente hasta altas horas diseñando los prendedores, las plaquetas, los anillos, aros y collares que sus exquisitas clientas usarán en las elegantes reuniones y fiestas porteñas. «Celestino», sin nada mejor de que ocuparse, no dejaba de insistir acerca de las atractivas cualidades de su hermana mayor. Pedro se defendía tanto como podía del acoso pero sus argumentos eran cada vez más débiles, menos convincentes.
Los Kósquires, a pesar de mis esfuerzos por evitarlo, comenzaron a dejar malolientes marcas territoriales junto a la cama del uruguayo y sobre los zapatos de Pedro. La ociosa estadía del exiliado se estaba prologando más de lo esperado y la convivencia comenzó a resentirse.
Cuando menos lo hubieran esperado, llegaron de la otra orilla noticias alentadoras. La situación política había cambiado abruptamente.
Se invirtieron los papeles.
El partido Blanco, hasta entonces opositor, llegó al gobierno por un amplio margen de votos y los ecos de los festejos llegaron desde la otra orilla del Plata. Como por arte de magia la jovialidad volvió a la joyería de la calle Florida. Con una amabilidad sospechosamente exagerada, Pedro insistió en acompañar a su amigo en el viaje de regreso a su Patria, ahora en manos amigas, donde lo esperaban su padre y sus hermanos y hermanas.
Mis Kósquires no se dejaron engañar por tanta solidaridad y se lanzaron tras ellos revoloteando voluptuosamente por sobre sus cabezas dejando sus consabidas señales por todas partes. Sólo por evitar que se perdieran o cayeran al río durante el viaje, sentí la obligación de embarcarme con ellos.
No pude evitar ver lo que sucedió cuando ya en Montevideo, los viajeros ingresaron a la casa grande donde ondulaba la bandera noruega junto a la uruguaya. La bienvenida fue cálida aunque nada ruidosa. Al luto por Cristina se sumaba la caída en desgracia de Federico, por sus ideales políticos incompatibles ahora con el nuevo gobierno. Finalizados los saludos familiares llegó el ansiado momento de las presentaciones. Apretón de manos entre los hombres, leve y respetuosa inclinación de cabeza entre las chicas y Pedro.
Las corridas y los vuelos rasantes de los Kósquires llegaron a ser tan violentos que en un poco disimulado descuido provocaron que las manos de Guida y Pedro se rozaran apenas.
El tiempo se detuvo.
Cesó todo sonido y todo movimiento.
Tal vez fue una fracción de segundo.
Tal vez toda la eternidad.
Sólo Guida y Pedro se percataron del extraño fenómeno.
En silencio, un pájaro azul voló sobre ellos.
Guida con violetas, a los 19 años
Pintura – por Astrid Rusquellas (de una fotografía)
A la mañana siguiente debería abrir el negocio en Buenos Aires, así que apenas llegado, Pedro debió despedirse para no perder el vapor de regreso. Conrad lo llevó aparte y en voz baja, casi en secreto, le pidió que dados los inesperados cambios en la política local, le diera esta vez asilo a su otro hijo. El joven joyero catalán no estaba en condiciones de pensar. La imagen de la blanca, rubia y hermosa Guida y la fascinación de sus ojos celestes invadían toda su mente. Con un automático – ¡No faltaría más! – Pedro levantó la maleta del nuevo emigrante, le extendió su mano solidaria y partieron ambos hacia el puerto.
Tan intempestiva salida no me dejó tiempo de reunir a los Kósquires que quedaron saltando y brincando alrededor de Guida.
Desde entonces, semana a semana, todos los domingos, Pedro tomaría el «Vapor de la Carrera» para cruzar el Río y visitar a Guida que lo aguardaba en aquella enorme casa de las dos banderas.
Aunque pasaron los años, convertido en militar de la Nación, Federico continuaba militando activamente en el Partido Colorado.
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